Opinión

Antonio Amaya

Enrique Vázquez, espíritu tutelar del Salón Oasis, me da la noticia de la muerte, hace mes y medio, de Antonio Amaya y me sorprende que, en estos días de orgullo gay y zarandajas, nadie, salvo el diario Levante, haya recogido la noticia.

Enrique Vázquez, espíritu tutelar del Salón Oasis, me da la noticia de la muerte, hace mes y medio, de Antonio Amaya y me sorprende que, en estos días de orgullo gay y zarandajas, nadie, salvo el diario Levante, haya recogido la noticia. 

Antonio Amaya fue el heredero directo de Miguel de Molina y el hombre que, entre los años 1945 y 1975, las tres larguísimas décadas del franquismo ya sin aliados fascistas, se atrevió a llevar a los escenarios la estética homosexual. Tomás de Antequera, El Titi, Luis Lucena y, ya muy posteriormente, Raphael y otros sobrevenidos, transitaron los mismos caminos pero ninguno con la fortuna artística de quien, en sus primeros tiempos, era conocido como Gitanillo de Bronce.

Además, Antonio Amaya cantaba muy bien. Mejor que Miguel de Molina, más bailarín que cantante; que Tomás de Antequera; y que Miguel Reyes o El Titi, al que en su Valencia han dedicado un libro. Raphael, superdotado vocalmente y jienense como Antonio Amaya, nacido en Martos (1923), copió toda la gestualidad de quien fue su maestro. Las versiones de “Doce cascabeles”, “Pobre niña ciega”, “La medallona” “El mocito jazminero” o, sobre todo, el “Romance de la reina Juana” dan fe de la excelsitud vocal de Antonio Peláez Tortosa, el verdadero nombre del artista.

También fue muy querido en Valencia pero fue en el Oasis zaragozano, donde, con el citado El Titi, tuvo sus últimas temporadas de éxito popular. Antes –fines de los cincuenta y primeros de los sesenta- había sido el empresario, junto a José María Laso, de la Boite Pigalle, sala de fiestas en la calle de Isaac Peral, que ya no me dio tiempo a conocer. Pero recuerdo los carteles con la figura de Antonio Amaya, despechugado, maquillado insólitamente con los ojos más que pintados y un rosario de medallones de oro sobre el torso. La figura, por lo insólito, llamaba la atención del niño que salía de su colegio de curas. Y recuerdo perfectamente, la indignación de mi madre, nada acostumbrada a esas exhibiciones mariconas, tras una noche en que la llevaron a verlo: “Asquerosico, asquerosico. ¡Qué penica más grande!”

Antonio, uno de los trece hijos de un magistrado, hubo de esperar a la muerte del padre para dar suelta al artisteo. Empezó como boy de Celia Gámez en Yola y se hizo artista en Barcelona, la ciudad más propicia para lo que entonces se consideraban excesos. Luego, vinieron sus años de éxito, en los que cosechó una fortuna que no dilapidó tanto como otros. Sus últimos años, hasta su muerte el 18 de mayo, los pasó en una residencia de Sitges. Pero, por lo visto, ni siquiera en Sitges se enteraron de la desaparición del más famoso icono gay español durante treinta años, que tantas veces, se atrevió a decir y hacer lo que, entonces, casi nadie hacía y decía.