Opinión

Se armó el belén

Ahí los tenemos ya, formando parte de una liturgia navideña que se repite cada año. Calles iluminadas, el árbol de navidad, el belén y el hombrecillo de rojo escalando balcones, son elementos fundamentales que no deben faltar en una navidad que se presente tal y como Dios y el santo comercio mandan. De todos estos símbolos, el belén con su composición plástica de figuritas desparramadas por el desierto es el que más puede sorprender a los ojos brilladores de los pequeños.

Ahí los tenemos ya, formando parte de una liturgia navideña que se repite cada año. Calles iluminadas, el árbol de navidad, el belén y el hombrecillo de rojo escalando balcones, son elementos fundamentales que no deben faltar en una navidad que se presente tal y como Dios y el santo comercio mandan. De todos estos símbolos, el belén con su composición plástica de figuritas desparramadas por el desierto es el que más puede sorprender a los ojos brilladores de los pequeños.

En la plaza del Pilar se armó un belén descomunal. Una vieja costumbre que procede del año 1223, cuando al santo italiano Francisco de Asís montó un pesebre con el Niño Jesús, la Virgen y San José, en compañía de un buey y un asno como animales bíblicos imprescindibles. Después, y con el paso de los años, se incluyeron los Reyes Magos, la Estrella de Belén y numerosas e imaginativas figuras tradicionales representando a los oficios y a las tareas de entonces.

A uno se le antoja que a los mayores de hoy los belenes nos ilusionaban más que a los pequeños de ahora. El belén desarrollaba nuestra imaginación y nos hacía viajar lejos porque nuestra fantasía venía de Oriente. Nos contentábamos con el turrón, la zambomba, los villancicos y las tortas de hogar hechas con el amor de nuestras madres. Los regalos de Reyes solían consistir, en las casas de los no pudientes, denominados también pobres de solemnidad, en un plumier, los consabidos lápices de color Alpino, algunos caramelos de menta para disimular y el consabido tebeo. No hacía falta nada más porque aunque a nuestro alrededor la vida parecía rodar en blanco y negro, con nuestra imaginación y esos lápices de colores la pintábamos de rosa o de cualquier otro color.

Ahora, en tiempos de desmesurado derroche, a los niños les llegan regalos todo el año, y en estas fechas por duplicado además, con Papá Noel y Reyes. Apenas practican con nada que puedan dar forma sus manos, ni se les cuentan cuentos a las nueve y media para que duerman y sueñen. Consentidos y bien alimentados en lo material y en las nuevas tecnologías, parecen hijos de diseño. Ni nos preocupamos de hacer que desarrollen su capacidad creativa y su imaginación aún a sabiendas de que son el futuro.

Antaño, los belenes eran más creíbles porque en las zonas rurales aún podíamos ver a pastores con su alforja, que no iban precisamente a Belén, lavanderas retorciendo sábanas en los ríos, pozos artesanales, carros tirados por burros o mulas, pesebres con paja y grano y un montón de animales de corral que se movían gozosos a nuestro alrededor. Ahora unos pocos niños afortunados que se desplazan de vez en cuando hacia el mundo rural aún pueden percibir algo de lo que queda de todo aquello. Pero la mayoría de los peques urbanos de las grandes urbes no han visto ni verán jamás un corral.

No debemos originar tampoco desbarajuste y confusión en estos pequeños conseguidores del mañana, ya que en un mismo belén se descuidan las proporciones y aparecen gallinas del tamaño de cabras y jorobas de camellos que alcanzan la altura de minaretes. Una de las figuras entrañables que aparece es la de las castañeras de toda la vida, las que vestían de negro total y vendían sus castañas sin contarlas en cucuruchos de papel. La modernidad nos ha traído una nueva promoción de castañeras irreconocibles en los belenes. Mozas con estética friki y piercing por todas partes que nos venden castañas transgénicas enseñando muslamen. Pero nada, amigos, la vida sigue. A encarrilar bien el año.