La ciudad crece al Sur, cuatro torres son testigos

Paseo de Fernando el Católico desde la torre de la Feria de Muestras. José Borobio Ojeda. 1952. Colección Pilar Borobio.
Paseo de Fernando el Católico desde la torre de la Feria de Muestras. José Borobio Ojeda. 1952. Colección Pilar Borobio.

En tiempos pasados, Zaragoza fue renombrada como “la ciudad de las cien torres”. Multitud de litografías, láminas y material gráfico y toda una ingente iconografía urbana dan fe de ello. En época más reciente, con la aparición de la fotografía en la segunda mitad del siglo XIX, y a pesar de la desaparición de varias torres mudéjares que (parece ser) molestaban, podemos seguir constatando la riqueza que de estos fascinantes elementos de la arquitectura tiene nuestra ciudad.

Ya mediado el pasado siglo D. José Borobio tomó la fotografía aportada desde el mirador acristalado de la torre de la antigua Feria de Muestras, hoy sede de la Cámara de Comercio de Zaragoza. Con sus casi sesenta metros de altura hasta su chapitel, tan privilegiada atalaya permite que nos asomemos a un tiempo pasado, casi inmediato para muchos. Desde el que se le denominó “Faro de la ciudad”, asistimos a una excepcional panorámica del tramo final de Fernando el Católico, y de su frondoso boulevard, perfectamente orillado por sus calzadas laterales y las vías que compartían los tranvías de las líneas Nº 11 “Parque” y Nº 15 “Casablanca”.

Más allá de lo que permite ver la imagen, y sin la presencia de grandes bloques que les hicieran sombra, podemos adivinar cuatro torres que jalonan esta zona del sur de la ciudad: Desde la más pequeña y alejada, que apenas se vislumbra, de la iglesia de San Juan de la Cruz, hasta la tácita y más poderosa de la Feria, punto donde se ha situado el fotógrafo. Entre ellas, en el trazado de una casi balompédica parábola se encuentran, además, la antigua torre del Colegio de La Salle y la de la editorial Luis Vives, que se ve inconclusa. Todas son vecinas del antaño denominado término de Miralbueno, regado por la acequia de la Romareda baja y urbanizado como ensanche de la ciudad en la década de los 30.

Tal ensanche, del que ya se hablaba y mucho a principios de siglo, favorecería la habitación de una clase media que buscaba unas mejores condiciones de vivienda en cuanto a la higiene, soleamiento y calidad.

Grupo familiar en la Gran Vía, al fondo el inacabado convento de Carmelitas Descalzos (años después colegio de La Salle) y los hotelitos unifamiliares. Esteban Lozano Alegre. Ca. 1934. Archivo Esteban Lozano Alegre
Grupo familiar en la Gran Vía, al fondo el inacabado convento de Carmelitas Descalzos (años después colegio de La Salle) y los hotelitos unifamiliares. Esteban Lozano Alegre. Ca. 1934. Archivo Esteban Lozano Alegre

A la par, entre los años 20 y 30 del pasado siglo, se producía un fortísimo incremento de población causado por la inmigración rural. Miles de personas, abandonaban sus lugares de origen, la mayoría poblaciones cercanas para acudir a Zaragoza, donde se estaba experimentando un creciente desarrollo en la industria y la construcción. Con un fardo de ropa o, en el mejor de los casos, una maleta de cartón por todo equipaje, se les veía apearse del tren buscando con la mirada al pariente o amigo que les recibía y que, los siguientes días, acompañaría en su búsqueda de empleo por los tajos. Cuando ya pudieran traer al resto de la familia, los inmigrantes se establecerían en la ciudad ocupando los nuevos barrios obreros (San José, Delicias, Colón…) o en el viejo y degradado casco histórico.

La necesidad de dar respuesta a ambas cuestiones encontró un clima muy favorable durante el gobierno de Primo de Rivera. La dictadura no resolvió los problemas sociales de fondo, que siguieron silenciados, pero si garantizó a los inversores un clima de estabilidad en el que prosperaron las iniciativas empresariales. Con el proyecto de cubrimiento del Huerva, y la realización del Gran Parque del Cabezo de Buenavista y sus laderas se vislumbró una solución adecuada a lo que algunos ciudadanos demandaban.

Sobre el eje de la que se denominó prolongación de Gran Vía (tiempo después avenida de Fernando el Católico) había planeado el arquitecto Miguel Ángel Navarro una nueva ciudad de calles rectas y amplias. Entre éstas, parcelas regulares en las que se construirían viviendas baratas destinadas a funcionarios, gentes del comercio y pequeños propietarios de clase media. El fin era garantizar un crecimiento ordenado, también en lo social, de la ciudad hacia el sur. No fue del todo posible tal planteamiento. Los problemas financieros de las sucesivas sociedades urbanizadoras, con resultado de quiebra, hicieron que se modificara en parte el plan destinando las parcelas mejor situadas, aquellas que recaían a la avenida principal (Gran Vía), a ser habitadas por ciudadanos de mayor nivel adquisitivo. Hoy en día, para cualquier observador que deambule por la zona siguen patentes las diferencias de calidades tanto en los proyectos como en la composición y materiales de unos edificios y otros. Y esto a pesar de que las clases burguesas tradicionalmente han tenido cierta pereza a la hora de alejarse en exceso del centro.

En mitad de la urbanización surgiría la plaza de España. Ya era hora de que Zaragoza le dedicara una plaza a la nación. Debía de ser de grandes dimensiones, forma regular y circundada por edificios de buen porte. Rodeada toda ella de porches y con jardines y bancos que sirvieran de recreo a los esforzados ciudadanos. Al inicio de la Guerra Civil se renombró el espacio, rebautizándola como Plaza de San Francisco no sin antes ceder su inicial nombre patrio a la entonces plaza de la Constitución.

Junto al vial derecho de la avenida, ya de Fernando el Católico, las instalaciones de la editorial Luis Vives se encuentran en la última fase de su ampliación. Recién construidas sus nuevas oficinas y residencia tan solo restaba finalizar la torre, que se muestra rodeada de andamios. Ésta, de talla inferior a la de la Feria, fruto igualmente de la creatividad de los hermanos Borobio, sería coronada por un pequeño templete con el propósito de ubicar en su interior una imagen de la Virgen del Pilar. A pesar del alarde con que se construyó, resultó efímera. En 1975 la editorial del Instituto Marista encontró buenos motivos y financiación para trasladar oficinas y talleres a la periferia de la ciudad, dejando un apetecible solar para uso residencial y condenando sus espléndidas naves, oficinas y torre a la demolición.

Detrás de ella, y a través de la inmensa promoción de viviendas baratas “Francisco Caballero”, proyectadas por los arquitectos Allanegui y Yarza, la vista alcanza la torre del Colegio de los Hermanos de La Salle, la decana de todas. La vemos alzarse sobre el resto del centro docente, que en ese momento se ampliaba con una residencia para los estudiantes. La historia del edificio lasallista es curiosa: fue edificado, a inicios de los años 30, por la Congregación de Carmelitas Descalzos, en cuyo solar iban a establecer casa de comunidad e iglesia. Finalizada la construcción, que coincidió con los primeros momentos de la Guerra Civil y a punto de ser consagradas las instalaciones, estas fueron requisadas por parte de la autoridad militar y destinadas a Cuartel de Transmisiones. Es lo que tenía disponer de una torre, la única, en la zona. Desde su altura, y con la compañía cercana de pequeños hotelitos unifamiliares, mutaría su inicial desempeño campanil por el de recibir y emitir a los frentes instrucciones y partes de guerra. A la par, sería testigo de excepción de numerosísimos desfiles, manifestaciones y otras exaltaciones patrióticas organizadas en el “Campo de la Victoria”, amplio terreno acondicionado que abarcaría desde la plaza de San Francisco hasta la hoy denominada calle de Luis Vives.

Finalizada la guerra, todavía ocupadas militarmente las instalaciones, los del Carmelo, como dignos descendientes de aquellos frailes que ya habían aguantado el tipo ante el francés, no reblarían en su afán de construir su nueva iglesia-convento del Carmen y San José. Y lo hicieron justo al lado. Casa-convento e iglesia, con su pequeña torre (la última) que apenas se discierne. Acabada su construcción en 1944, se erigió en parroquia bajo la advocación de San Juan de la Cruz, dependiente, como muchas otras del sur a partir de Santa Engracia, de la diócesis oscense. Aquel mismo año, el ejército abandonó el anterior edificio, que fue ocupado posteriormente por la comunidad enseñante de La Salle.

Paseo de Isabel la Católica. Manuel Ordóñez Lafuente. Ca. 1974. Colección Manuel Ordóñez Gracia. Torre de la Feria de Muestras. José Borobio Ojeda. 1961. Colección Pilar Borobio.
Paseo de Isabel la Católica. Manuel Ordóñez Lafuente. Ca. 1974. Colección Manuel Ordóñez Gracia.
Torre de la Feria de Muestras. José Borobio Ojeda. 1961. Colección Pilar Borobio.

La reseña de estos elementos, las torres, por las que muchos nos sentimos hechizados, y su curiosa disposición en la zona puede hacer que nos preguntemos por qué estas, como aquellas mudéjares de las que hablábamos al principio, pueden “desaparecer“ de nuestra vista paulatinamente escondidas tras los modernos bloques, cuando no fatalmente destruidas. Este parece ser el precio que el inevitable “progreso” ha acostumbrado a cobrarse por estos lares.

El desarrollo de la ciudad sin tiempo a consolidarse el ensanche motivó que, en los años siguientes a la contienda civil, se acometiera la prolongación de Gran Vía, que hoy conocemos como Paseo de Isabel la Católica. Consecuencia lógica del planeamiento de Miralbueno, nace para constituirse como vía de entrada principal de la ciudad por el sudoeste. Una vía de anchura similar a la Gran Vía pero sin boulevard central, que sería ocupado por varios carriles de circulación. Se adivinaba el papel predominante que décadas más tarde iba a atribuirse al automóvil.

Pronto se construirían en sus aledaños edificios con un uso predominantemente de servicios. En la segunda mitad de los cincuenta, además del propio recinto de la Feria de Muestras, aparecerían la Residencia Sanitaria “José Antonio”, que a tenor de su envergadura llamaría el pueblo llano “Casa Grande”; el estadio municipal de fútbol de “La Romareda”; el Colegio de Hijos y Huérfanos del Magisterio y el Convento de Jerusalén cuyas religiosas se habían trasladado pocos años antes desde su céntrico emplazamiento del Paseo de la Independencia.

Quedaba, por tanto, un acceso a la ciudad por una amplia vía cuyos edificios colindantes contribuían a dar un aspecto de modernidad a todo aquel viajero o visitante que pudiera llegar desde el levante. De esta manera, pasada la flamante avenida, aquellos se encontraban con las esbeltas torres de la Feria de Muestras y de la editorial “Luis Vives” bajo las que ingresarían al casco urbano por un paseo amable y acogedor, como tal es Zaragoza y el carácter de sus conciudadanos.

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