Lo que queda apenas dice algo de lo mucho que existió

Avenida de Cataluña, nº 60. Casa Solans. 1980. Archivo Municipal de Zaragoza.
Avenida de Cataluña, nº 60. Casa Solans. 1980. Archivo Municipal de Zaragoza.

Hubo un tiempo en el que en los accesos a las ciudades no existían hipermercados, tampoco concesionarios de automóviles, cines con 12 salas o chiquiparks. A los lados de las carreteras únicamente había campos, que por depender de acequias y lindes muy antiguas no siempre respondían a una parcelación ortogonal, para los artífices de la expansión inmobiliaria posterior, un tremendo inconveniente.

Si del Rabal de Zaragoza hablamos, éste creció de forma radial desde la embocadura del puente, antes incluso de que fuese hecho de piedra. A su izquierda arrancaban los caminos de Ranillas y Juslibol. Alineada en 1776, la “calle Mayor del Arrabal” se convertirá al cabo en la carretera de Huesca. Algo parecido sucederá poco después con la que será de Barcelona. Por la derecha otro camino conducía al vado del río Gállego, del que a la altura del convento de Jesús se desviaba el que alcanzaba el soto de Valimaña.

Casa Solans en total abandono, antes de la rehabilitación. 1990. R. Margalé. Archivo Rafael Margalé.
Casa Solans en total abandono, antes de la rehabilitación. 1990. R. Margalé. Archivo Rafael Margalé.

No es necesario subir en globo para deducir lo complicado que hubo de ser parcelar las áreas comprendidas entre estos viales. Dos de sus vértices fueron acaparados por los conventos de San Lázaro, en el XIII, y Altabás, en el XVI, cuyos fundadores se las arreglaron para repartir celdas, huertas y capillas en el espacio disponible. Habrán de pasar varios siglos y un par de guerras para que en el área en forma de cuchillo entre las carreteras principales se extiendan los andenes de la estación de la “Compañía de los Caminos de Hierro del Norte” (1878), con el consecuente despliegue por el abanico de caminos de las incipientes industrias que convirtieron la modesta Zaragoza receptora del XX en la insaciable que lo remató.

En tiempos, la acequia del Rabal bajaba en diagonal buscando desaguar en el Ebro. Uno de sus riegos tras cruzar bajo la carretera de Barcelona partía en dos la finca del harinero Juan Solans. En la zona más alejada de la ciudad despachaban sus oficinas, sitas en un edificio alargado de dos plantas que alcanzaba el ahora paseo de Longares. Casi en su totalidad la parcela se encontraba rodeada por el vasto solar de “Eléctricas Reunidas de Zaragoza”, emplazado en la pinza que la carretera hacía con el camino de Valimaña.

Enfrentada a la propiedad de Solans embocaba la ancha calle de Bielsa, rebautizada así en su honor por ser el valle del que era originaria la familia. Allí producía desde 1910 la “Nueva Harinera”, que dotada de descargadero ferroviario propio y tecnología ultra-moderna hizo aún más rica a la saga. Prosperidad de la que poco llegó a disfrutar Juan, quien falleció en 1926 sin que diversos avatares le permitiesen ver conclusa la casa que en sus terrenos había proyectado Miguel Ángel Navarro. La que fue llamada “casa de los azulejos” tuvo una existencia atribulada, y hasta finales de los años veinte no habitó en ella Rafaela Aisa, viuda del empresario. La calle que hoy flanquea la casa lleva su nombre.

Vista aérea de la central de ERZ, con la campa, y de la casa y huertos de Solans. 1959. Archivo Rafael Margalé.
Vista aérea de la central de ERZ, con la campa, y de la casa y huertos de Solans. 1959. Archivo Rafael Margalé.

Durante ocho décadas largas el plano de este industrioso barrio tan apenas mudó, sin embargo, munícipes y constructores parecieron esforzarse para que las viejas fábricas y naves no llegasen en pie al siglo XXI. En un periodo vertiginoso fue derribada la Harinera y las grandes factorías vecinas, cada una digna de un relato particular. Corría prisa dar forma al sector residencial y no se contempló la conservación de ninguna de ellas, a pesar de que hallándose como estaban en relativo buen estado algunas hubiesen podido albergar iniciativas tanto públicas como privadas.

Cierto es que en el recuerdo de muchos zaragozanos residentes, el barrio, o por él transeúntes, estará el feo paisaje de las estructuras abandonadas y de las antaño estrechas aceras de la avda. de Cataluña, en casi todo su curso acompañadas por desangeladas tapias a las que un par de veces al año rescataban del desasosiego los carteles de los circos, o cuando tocaba, la propaganda electoral, no sé cuál de las dos publicidades más decepcionante. Pero igualmente cierto es el que con una mediana inversión, y sobre todo, con un buen un chute de orgullo local, por no decir patrio, tal vez se hubiesen podido compatibilizar las necesidades habitacionales y financieras con el respeto al pasado industrial.

Si bien los planes de urbanización admitieron conservar una parte de la “Azucarera del Rabal”, con las chimeneas y la casa del director, así como uno de los pabellones de la estación del Norte, sin obviar el heroico intento de “Diario 16 de Aragón”, que instaló su redacción en un edificio rescatado, los descontextualizados restos que nos quedan están lejos de transmitir a los zaragozanos la importancia de aquellas avezadas iniciativas empresariales que arrancaron con el pasado siglo.

La planta de ERZ en sus inicios, sin cercar todavía los terrenos. A la izquierda, la tapia de Solans.  1923. Archivo Municipal de Zaragoza. Colección Jesús Cormán.
La planta de ERZ en sus inicios, sin cercar todavía los terrenos. A la izquierda, la tapia de Solans. 1923. Archivo Municipal de Zaragoza. Colección Jesús Cormán.

In extremis también se salvó de la piqueta la Casa Solans, pero angustiantemente aislada. Desprovista de las tapias y huertos que la vestían podría ser una aristocrática dama abandonada en camisón en el cruce de avenidas. Una vez restaurada y tras una década cedida a las Naciones Unidas, pasó a ser la sede de Ebrópolis, organismo indefinible para el no iniciado que muy de vez en cuando permite que la visiten los mismos ciudadanos cuyo peculio sirvió para pagar a los escayolistas y ebanistas que la repararon.

Salvo estas bienintencionadas pero laxas excepciones, nada queda de lo que hubo en torno al mar de vías de la Estación del Norte, y nada de lo habido a uno y otro lado del camino del Vado. Nada tampoco del entorno por el que se dirigía al Gállego el camino de Valimaña y nada de la amplia franja existente entre dicho camino y la avda. de Cataluña, donde en 1923 “Eléctricas” levantó la “Subestación Receptora y Generatriz nº2”.

Aparte de su entrada por el mencionado camino, la central térmica contaba con otro acceso. Se trataba de un pasillo que atravesando el enorme terreno utilizado como almacén de postes y carretones corría entre la tapia del chalé y una hilera de árboles. Salía a la avenida de Cataluña mediante una cancela que pivotaba en dos farolas de fundición, que a su vez soportaban un letrero.

Los restos del portón en su estado actual. 2021. Anteayer Fotográfico Zaragozano.
Los restos del portón en su estado actual. 2021. Anteayer Fotográfico Zaragozano.

En la actualidad la zona de almacenaje es un baldío aprovechado como aparcamiento. Forma una hondonada, pues el nivel del cruce recién urbanizado es notablemente superior a la rasante sobre la que se alzaba todo lo aludido en los párrafos anteriores.

Una de las farolas del citado portón sobrevive, y aunque descabezada, es el motivo del presente artículo. Se mantiene en pie en el borde de la acera, próxima a unas hileras de ladrillos que pertenecieron al zócalo de la tapia.

Se trata sólo de un fuste oxidado. Todavía vertical pero susceptible de ser tumbado en cualquier momento, aun sin la mínima pretensión arqueológica es un vestigio significativo y a la vez tan discreto que nada dice a los peatones que a su lado pasan. Salvo que hayan tenido el tiempo y/o la amabilidad de leer los casi siete mil caracteres precedentes, que me sugieren los editores de esta página ya son muchos. Y como poco más queda por decir, dese por contada la historia.

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