La primera corrida goyesca de España fue en Zaragoza

María Dorel de Baya (de pie), esposa del fotógrafo Luis Gandú Mercadal, posa junto a una joven ataviada con mantilla de blonda y flores en el pelo, y otra amiga con mantilla negra goyesca en un espacio público zaragozano. Ca. 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ
María Dorel de Baya (de pie), esposa del fotógrafo Luis Gandú Mercadal, posa junto a una joven ataviada con mantilla de blonda y flores en el pelo, y otra amiga con mantilla negra goyesca en un espacio público zaragozano. Ca. 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ

Mucho se ha debatido acerca de la relación entre el pintor Francisco de Goya y el arte taurino. Fue canon incuestionable hasta la década de los sesenta del siglo XX que el fuendetodino era un ferviente seguidor de la llamada “fiesta nacional”. Así lo atestigua, por ejemplo, la correspondencia mantenida en su juventud con su gran amigo Martín Zapater, en la que aparecen varias referencias a su gusto por los toros; que se retratara vestido como lidiador en uno de sus primeros bocetos para tapices y el hecho de que frecuentase la plaza de toros de la Misericordia en diversas ocasiones solo o en compañía de su suegro Francisco Bayeu.

A partir de dicha fecha, sin embargo, se abre un cierto debate historiográfico todavía no resuelto entre los que continúan colocando al pintor en su madurez en una perspectiva positiva hacia la lidia y los que, por el contrario, hacen hincapié en su relación durante la etapa postrera de su vida con algunos amigos y conocidos pertenecientes a círculos antitaurinos y consideran su célebre colección de grabados conocida como “la Tauromaquia” (1816) como una posible crítica a la fiesta debido a la violencia descarnada de ciertas imágenes, muy alejada de una visión romántica de la lidia.

Fuera como fuese, queda claro que la figura del genial autor ha quedado indeleblemente unida al arte de Cúchares en el imaginario colectivo hasta nuestros días.

No de otra forma puede interpretarse que, cuando la Junta organizadora de los fastos conmemorativos del primer centenario de la muerte del ilustre fuendetodino echó a andar en 1925 bajo la presidencia del rector de la Universidad de Zaragoza, don Ricardo Royo Villanova, incluyese entre los festejos a realizar con tan noble fin la organización de una corrida de toros que evocase el toreo en los tiempos fundacionales de Costillares, Pedro Romero y Pepe-Hillo, contemporáneos del artista.

Esta corrida debería escenificarse con vestuario y suertes de la época y tendría como objetivo recaudar fondos para la celebración del centenario de la muerte del pintor en 1928.

María Dorel de Baya, esposa del fotógrafo Luis Gandú (a la derecha de la imagen), posa junto a Emilia Velasco Benedí, esposa de Miguel Rábanos (con mantilla negra), y otras mujeres de la “alta sociedad zaragozana” en una finca privada donde disfrutan de su mutua compañía. Su atuendo no diferiría mucho del de las asistentes a la corrida goyesca. Ca 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ
María Dorel de Baya, esposa del fotógrafo Luis Gandú (a la derecha de la imagen), posa junto a Emilia Velasco Benedí, esposa de Miguel Rábanos (con mantilla negra), y otras mujeres de la “alta sociedad zaragozana” en una finca privada donde disfrutan de su mutua compañía. Su atuendo no diferiría mucho del de las asistentes a la corrida goyesca. Ca 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ

Para el buen fin de la iniciativa se creó una comisión que, entre otras acciones, organizó un concurso de carteles, fijó las normas de ornato de la plaza y consideró adecuada para la celebración del evento una fecha cercana al final del mes de abril de 1927, optándose finalmente por la del 12 de mayo, jueves.

Y, tras muchos avatares, llegó el tan esperado día. La ciudad respiraba el ambiente propio de las más grandes celebraciones. No en balde se trataba de honrar, con un año de adelanto, eso sí, los cien años del tránsito de uno de sus vecinos más insignes.

La gente interesada comió aquel día temprano o tomó un ligero tentempié en alguna de las cafeterías del centro pues, o bien había que acceder a la plaza antes de la hora prevista para el inicio del festejo, las poco taurinas tres y media de la tarde, o bien había de hacerse con un buen sitio o balcón para contemplar el paso de la comitiva oficial del evento.

Ésta partió a las 15 horas de las puertas del Teatro Principal y recorrió el kilómetro aproximado que separa éste de la Misericordia atravesando la plaza de la Constitución (hoy, de España), el Coso Alto y la recientemente mejorada en amplitud calle del Conde de Aranda hasta llegar a la plaza de Nuestra Señora del Portillo abriéndose paso entre un gentío cifrado en varias decenas de miles de personas.

Abría el cortejo la Guardia Municipal a caballo, seguida por las calesas de las ocho presidentas honorarias de la corrida (dos por cada una de las tres provincias aragonesas más la hija del pintor Zuloaga, Luchy, y la noble Carmen de San Cristóbal) y los coches de los alcaldes de Zaragoza, Huesca, Teruel y Fuendetodos. Tras de ellos, carruajes de particulares que hicieron el recorrido de un modo tan lento y desordenado que la prensa de la época ironizó acerca de que tal vez algunos de sus ocupantes no hubieran podido acceder a sus localidades antes “del arrastre del tercer toro”.

Detalle de la reproducción que, del autorretrato del pintor inmortalizado en el primero de sus “Caprichos”, se realizó en el centro del ruedo. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ
Detalle de la reproducción que, del autorretrato del pintor inmortalizado en el primero de sus “Caprichos”, se realizó en el centro del ruedo. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ

El centro neurálgico del evento era, por supuesto, la plaza de toros de la Misericordia, edificada en el siglo XVIII con fines benéficos para poder mantener la Real Casa de Misericordia y el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, que daba asistencia a niños huérfanos y abandonados y les enseñaba un oficio a fin de que no vagaran por las calles. Quien dio el impulso definitivo al coso fue don Ramón de Pignatelli y Moncayo. Se inauguró con una primera corrida el 8 de octubre de 1764 si bien su estreno oficial no se produciría hasta el año siguiente.

Siglo y medio después, ya entrados en el siglo XX, urgió remodelarla debido a su antigüedad e incomodidad. La obra, no sin un gran debate en cuanto a su alcance, fue finalmente llevaba a cabo por los arquitectos Miguel Ángel Navarro Pérez y Manuel Martínez de Ubago, y se prolongó desde 1916 hasta 1918 consistiendo, además de otros detalles menores, en un recrecimiento del edificio en estilo neo mudéjar mediante una solución en voladizo a fin de que la planta del mismo no superase las dimensiones originales del XVIII y no invadiese los espacios públicos de los alrededores.

Del ornato y decoración de la plaza el día señalado se encargó don Ignacio Zuloaga, con el apoyo de los artistas locales Ángel Díaz Domínguez y Francisco Sorribas. El guipuzcoano, rendido admirador del aragonés, había adquirido en 1915 su casa natal en Fuendetodos y en años sucesivos hizo levantar junto a ella una escuela, una casa-museo custodia de la obra de su admirado, además de, con la colaboración de otros amigos artistas, un hermoso busto del pintor que aún podemos disfrutar junto a la iglesia parroquial de la localidad tras su descubrimiento en octubre de 1920.

Para la ocasión dispuso el eibarrés que los palcos y las delanteras de las gradas luciesen tapices y mantones de Manila. En el centro del ruedo las brigadas municipales se esmeraron para reproducir en serrines de colores un autorretrato del artista en tanto que en el balcón presidencial no faltaron las guirnaldas y, sobre él, una reproducción de los escudos de las tres provincias aragonesas y la enseña nacional.

El palco presidencial de la corrida y su decoración. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ
El palco presidencial de la corrida y su decoración. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ

Llegada la hora del festejo, el coso presentaba un aspecto impresionante. Hasta el tiempo, siempre traidor en la capital del Ebro, quiso unirse al festejo ofreciendo su mejor y más primaveral cara. Todas y cada una de las 12.500 localidades (que se habían distribuido, junto con las llaves de los palcos, en las taquillas y las verjas de la cercana Casa de Misericordia) se hallaban ocupadas por un público ávido por disfrutar de una tarde que se preveía histórica.

A las señoras y señoritas se les había informado con anterioridad que esto era España y no el hipódromo de Ascot, así que se olvidaran de lucir pamelas, gorritos “à la parisienne” y cualquier otro tipo de aditamento extemporáneo y que acudieran al coso “con mantilla o con flores en la cabeza, no con sombreros, aunque éstos sean de los llamados cordobeses”; a los varones, que se sepa, no se les puso condición alguna en cuanto a vestimenta más allá de las que dictan el sentido común y el buen gusto.

Presidía el espectáculo el alcalde local, don Miguel Allué Salvador; a su lado, el general don Antonio Mayandía Gómez, las ocho presidentas honorarias y los alcaldes invitados.

Un aspecto de las gradas del coso taurino en la que puede apreciarse la casi absoluta mayoría de asistentes masculinos. En realidad, más del diez por ciento del respetable eran mujeres. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ
Un aspecto de las gradas del coso taurino en la que puede apreciarse la casi absoluta mayoría de asistentes masculinos. En realidad, más del diez por ciento del respetable eran mujeres. 12 de mayo de 1927. Fotografía estereoscópica. Fondos SIPA. AHPZ

Es opinión unánime que el momento más lustroso del evento fue la entrada en el ruedo de los diversos integrantes del festejo; abrían el paseíllo soldados de caballería con trajes de manolos y chisperos; les seguían los coches ocupados por las presidentas de honor de la corrida escoltados por la Guardia Municipal montada “a la federica”; por fin, cerraban el desfile las cuadrillas de los intervinientes vestidas a la moda de la época del homenajeado.

Desgraciadamente, el aspecto puramente taurino del evento no pasó a los anales de la tauromaquia. Ni las faenas a pie del valenciano Vicente Peris, el toledano Pablo Lalanda, el madrileño Rafael Gómez Ortega “El Gallo” y el turolense natural de Cretas Nicanor Villalta; ni siquiera la del rejoneador portugués Simão Luís da Veiga supieron extraer lo mejor de su arte ante la mansedumbre y falta de casta de los astados de la ganadería de Vicente Martínez.

Al público, que, como ya hemos apuntado, llenaba hasta el último rincón los asientos de la plaza no pareció importarle demasiado el pobre espectáculo del que estaban siendo testigos. Al fin y al cabo estaban contemplando un evento único, algo que quizás no disfrutasen de nuevo en toda su vida. Por ello no cedió ni un instante en su entusiasmo, que se convirtió casi en delirio cuando al único diestro aragonés e ídolo de la afición, Nicanor Villalta, se le concedieron las dos orejas del segundo de la tarde merced a una estimable estocada.

Tres mujeres con mantilla acompañadas de un caballero tocado con un sombrero canotier se disponen a tomar una calesa en el paseo de la Independencia, junto al edificio de Correos y Telégrafos. Ca 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ
Tres mujeres con mantilla acompañadas de un caballero tocado con un sombrero canotier se disponen a tomar una calesa en el paseo de la Independencia, junto al edificio de Correos y Telégrafos. Ca 1918. Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ

Al final del espectáculo, debemos suponer que el siempre respetable partiría con distintos destinos e intenciones: los más encaminarían sus pasos hacia sus respectivos domicilios; los miembros de la “jet set” local, todavía con sus galas, a la recepción y baile que había organizado la Junta del Centenario en La Lonja; otros menos pudientes, a tomar un cappuccino o un refrigerio en alguno de los elegantes locales del centro y, por fin, los más calaveras y amigos de la sicalipsis, que de todo tiene que haber en la viña del Señor, a disfrutar en el Teatro Principal de una opereta ligera, “Madame Pompadour”, o de “El espejo de las doncellas”, una obra de género alegre que se estrenaba por aquellas fechas en el siempre animado Teatro Circo de la calle de San Miguel.

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