Ángel Cordero Gracia, el último de los minuteros

Ana Navarro y Benito Abián posan en los jardines de la Puerta del Ángel en las traseras de la Lonja ca. 1927. Ángel Cordero Gracia. Colección familia Crusellas-Abián
Ana Navarro y Benito Abián posan en los jardines de la Puerta del Ángel en las traseras de la Lonja ca. 1927. Ángel Cordero Gracia. Colección familia Crusellas-Abián

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos…

El inseparable amigo de la niñez de Juan Ramón Jiménez, protagonista de su obra homónima, tuvo un sosias a orillas del Ebro. Tampoco llevaba huesos, y este no era peludo ni se acercaba a su dueño con un trotecillo alegre, porque era de cartón. En cambio, su propietario sí veía cómo los niños, y también algún adulto, se acercaban riendo a ese Platero para subirse en él y que les fotografiaran como su orgulloso jinete. El propietario de este burro no era otro que el fotógrafo minutero Ángel Cordero Gracia, quien ejerció su profesión durante medio siglo y cada día en los jardines de la Puerta del Ángel, en las traseras de la Lonja, a pesar de que por dos veces el Ayuntamiento le denegara la licencia para establecerse con un puesto fijo, en 1927 y 1928. En esas fechas, dicha licencia se le concedió a Gregorio Cordero y a Pascual Catalán.

Ángel Cordero, con su Platero y sus otros caballitos de cartón, es el fotógrafo minutero más conocido y recordado de Zaragoza, quizá porque fue el último de ellos que permaneció en activo. Estos profesionales se apostaban en los lugares más céntricos de las ciudades para ofrecer sus servicios a los viandantes, entre ellos, al soldado de reemplazo que quería enviar un recuerdo a su familia o a su novia, o a los que querían inmortalizar un paseo, un viaje, un acontecimiento familiar, o retratarse con la ropa que estrenaban un Domingo de Ramos con su cámara ambulante.

Fotografía tomada en los jardines de la Lonja, con el desaparecido palacio de los marqueses de Ayerbe a la izquierda de la imagen, la catedral del Pilar y la extinta casa de los Infantes al fondo. 18 de abril de 1930. Colección Manuel Ordóñez
Fotografía tomada en los jardines de la Lonja, con el desaparecido palacio de los marqueses de Ayerbe a la izquierda de la imagen, la catedral del Pilar y la extinta casa de los Infantes al fondo. 18 de abril de 1930. Colección Manuel Ordóñez

Nuestro protagonista nació en Zaragoza y la profesión de fotógrafo callejero le venía de familia. Su padre ejerció los más variados oficios, ayudante de tramoya, explicador de cine mudo, que aclaraba quienes eran los malos y los buenos en las películas; músico profesional, también trabajó en el teatro Ena Victoria y en el Variedades, lo que le llevó a trabar amistad con el fotógrafo y cineasta Antonio de Padua Tramullas. Durante la Guerra Civil, cuando apenas había trabajo, este le consiguió un salvoconducto para subir a los pueblos y hacer fotografías, hasta que uno de los alcaldes de esos pueblos pidió un fotógrafo para hacer fotos de carnet a los falangistas, labor más estable pero menos artística.

Ángel llevó una vida más tranquila que la de su padre, aunque según sus propias palabras podría haber escrito una novela con sus recuerdos. No solo ejerció su trabajo en las traseras de la Lonja, sino que también cargaba con su máquina los domingos para acercarse al Parque Primo de Rivera tras su inauguración en 1927, aprovechando el deseo de los zaragozanos que visitaban esa nueva parte de la ciudad, inmortalizando ese momento.

Aunque el lugar que se relaciona invariablemente con él son los jardines de la Puerta del Ángel, junto a la Lonja y las fotografías que más se recuerdan son aquellas en las que aparece su caballito. El primero lo adquirió en “Industrias Jugueteras Recacha”, un establecimiento reconocido de Zaragoza, especializado en muñecas y caballos de cartón y comparsas de Gigantes y Cabezudos, ubicado en la avenida de San José. Este le acompañó durante unos veinticinco años, hasta que don Ángel le concedió la jubilación y según sus propias palabras “cambié el caballo por un burro y compré a Platero”.

Grupo posando en los jardines de la Lonja, junto a las traseras de la clínica del doctor Fernández Aldama, situada en la calle del Pilar número 19. Ca. 1935. Colección Manuel Ordóñez
Grupo posando en los jardines de la Lonja, junto a las traseras de la clínica del doctor Fernández Aldama, situada en la calle del Pilar número 19. Ca. 1935. Colección Manuel Ordóñez

Don Ángel, vecino de la calle Pontevedra en el barrio de Torrero, guardaba su cámara y demás artilugios en un local de la calle de San Bruno, 3, detrás de La Seo, lo que le facilitaba trasladarlos cada día a su lugar de trabajo, con el arco del Arzobispo como testigo mudo de su ir y venir diario hasta su derribo en 1969.

Una vez apostado en los jardines de la Puerta del Ángel, esperaba a que alguien le pidiera esa fotografía “al minuto” a lomos del caballito con ruedas o dando de comer a las palomas, con el fondo de la catedral del Pilar; el palacio de Ayerbe y sus jardines. Este fondo tan reconocible en sus fotografías desapareció en los años 40 con la reforma urbanística de la plaza del Pilar y calles adyacentes, por lo que don Ángel pasó a utilizar como fondo de sus tomas el palacio de la Lonja. A pesar de que cuando se piensa en sus revelados siempre nos viene a la mente el caballo, muchas de sus imágenes son sin él; niños montados en bicicletas o incluso en sus carros de paseo son protagonistas de ellas, al igual que parejas, grupos o familias que “bajaban a Zaragoza” y se llevaban un recuerdo. En la mayoría aparecen las palomas, correteando alrededor de los fotografiados, o más bien de la comida que estos les proporcionaban, o subidos en sus manos e incluso hombros buscando un poco de alpiste, siendo coprotagonistas de las imágenes.

El de minutero era un oficio difícil, sometido a los rigores del clima, soportando el calor y el frío invierno apostados en las calles y plazas, ofreciendo sus servicios y esperando que alguien aceptara pagar unas monedas para retratarse. Ya en sus últimos años en activo, junto a su hijo Francisco, don Ángel los contaba por inviernos, cuando en 1975 cumplía el medio siglo de oficio y Platero había llegado a su jubilación, gozando de un merecido descanso en su casa.

Joaquín Gracia Lecina, de pie junto al caballito, posa con un amigo ante la cámara de Ángel Cordero Gracia. 1956. Colección Gracia Murugarren
Joaquín Gracia Lecina, de pie junto al caballito, posa con un amigo ante la cámara de Ángel Cordero Gracia. 1956. Colección Gracia Murugarren

No contaba los veranos, que eran más llevaderos y suponían menos sacrificio, pero como él mismo decía, los inviernos eran criminales a orillas del Ebro en las proximidades del puente de Piedra, por las nieblas que se echaban en el mes de diciembre y no levantaban hasta el mes de febrero y las humedades propias del río. Una estufa de butano le ayudaba a combatir esos fríos, a la vez que le servía también para secar las fotografías.

Oficio también ingrato a veces, si la persona retratada no quedaba conforme con el resultado y, lejos de reconocer que quizá la naturaleza no había sido generosa con ella, echaba la culpa al fotógrafo recriminándole el resultado final e incluso rompiendo la fotografía. Aunque estos desaires seguramente eran los menos, y la mayoría de los fotografiados marchaban contentos con su recuerdo de un día de paseo o su viaje a Zaragoza.

Toda una vida dedicada al oficio de fotógrafo tuvo su reconocimiento el 12 de noviembre de 1972, cuando con motivo de las bodas de oro de la Sociedad Fotográfica de Zaragoza, sus integrantes le tributaron un homenaje y quedaron inmortalizados por su cámara. Todos ellos le dedicaron esa fotografía “como homenaje y afecto de esta S.F.Z., al pionero de los fotógrafos zaragozanos, D. Ángel Cordero Gracia”.

Con el auge de las cámaras particulares, las diferentes remodelaciones del entorno, el tráfico y las prisas, en sus últimos años ya no solo realizaba fotografías de recuerdo, sino que diversificó su labor realizando fotografías de carnets y pasaportes, para lo que disponía de una pantalla blanca que hiciera de fondo, o de vehículos en las calles cercanas para adjuntarlas a algún parte de accidentes o documento oficial. Pasó de ser exclusivamente retratista a ser fotografiado por numerosos turistas, algunos de los cuales le enviaban esas imágenes como recuerdo de su estancia en la ciudad.

En el 50 aniversario de la Sociedad Fotográfica de Zaragoza se rindió homenaje a Ángel Cordero Gracia, de espaldas en la imagen, junto a dos clientes. Willy Stofberg "el holandés", Pedro José Fatás y Zamora observan la escena. 12 de noviembre de 1972. Colección José Luis Cintora
En el 50 aniversario de la Sociedad Fotográfica de Zaragoza se rindió homenaje a Ángel Cordero Gracia, de espaldas en la imagen, junto a dos clientes. Willy Stofberg "el holandés", Pedro José Fatás y Zamora observan la escena. 12 de noviembre de 1972. Colección José Luis Cintora

Pocos años después del merecido homenaje, el 15 de febrero de 1978 moría el último de los minuteros de Zaragoza, y con él parte de la historia de la ciudad. Tantas veces ingrata con sus hijos, en este caso supo reconocer su labor y en 1991 se inauguró en el mismo lugar donde ejercía su trabajo una reproducción de bronce del caballito realizada por el escultor Francisco Rallo. Ya no hay pajarito, cámara minutera ni un fotógrafo con bata gris que introducía sus manos en la manga negra de su cámara para revelar las imágenes y entregarlas apenas a los tres o cinco minutos del disparo, pero miles de personas, niños y mayores, siguen posando junto a la escultura o subidos a ella casi cien años después, para tener un recuerdo de Zaragoza y mantener vivo el espíritu de Ángel Cordero Gracia, el último de los minuteros.

El último pero como se ha dicho anteriormente no el único. Repartidos por la ciudad, en calles y plazas, otros muchos ejercían su oficio. Alguno de ellos también provisto de su caballito de cartón, como el que ejercía su labor en la plaza de Salamero, o plantando su cámara sin más elementos esperando a hacer sus fotografías.

Era un oficio complicado también por la competencia que había para copar los mejores lugares y que en algún caso llegó a más que palabras, como en octubre de 1935 cuando cuatro de estos fotógrafos ambulantes se enzarzaron en una discusión subida de tono que no llegó a mucho más, gracias a la oportuna intervención de dos guardias municipales que denunciaron a los implicados, aunque la más perjudicada fue una transeúnte que casualmente pasaba por el lugar y que incluso llegó a ser atendida en la Casa de Socorro por las lesiones sufridas. Aún así, este asunto de la competencia no debía de ser habitual, ya que el Ayuntamiento regulaba los lugares en los que los fotógrafos podían ejercer su oficio mediante subasta, de modo que cada uno de los ganadores de las mismas conseguía una zona exclusiva, a cambio de un desembolso económico por esa licencia.

Ángel Cordero Gracia fotografía con su cámara minutera a los socios de la Sociedad Fotográfica de Zaragoza, durante el homenaje con motivo de sus bodas de oro. 12 de noviembre de 1972. Colección José Luis Cintora
Ángel Cordero Gracia fotografía con su cámara minutera a los socios de la Sociedad Fotográfica de Zaragoza, durante el homenaje con motivo de sus bodas de oro. 12 de noviembre de 1972. Colección José Luis Cintora

La cantidad variaba según la zona. Don Pascual Catalán, socio de Ángel Cordero, ganó la subasta por el puesto de fotógrafo de la Lonja en mayo de 1928 por la cantidad de cien pesetas mensuales. Otro de los fotógrafos ambulantes, Romualdo López, ganó la de la plaza de Aragón en julio de 1930 por una cantidad menor, setenta y cinco pesetas al mes. Para tener una idea de lo que representaban esas cantidades, por aquél entonces Ángel Cordero cobraba por dos fotografías una peseta con cincuenta céntimos. Cincuenta años después, el precio era de entre cincuenta y sesenta pesetas.

El negocio de la fotografía ambulante era una buena fuente de ingresos para el consistorio, al menos hasta la década de los 70 del siglo pasado. En 1966 sacó a subasta nada menos que 47 puestos repartidos por toda la ciudad, con zonas perfectamente delimitadas. Desde las más céntricas plazas de España, del Pilar, la Seo, Santa Engracia, San Felipe o la Magdalena, calles como la de Alfonso I, Coso o don Jaime, a lugares más apartados como el barrio de la Almozara, Picarral o Las Fuentes. La inmensa mayoría de estos 47 puestos tenían en común estar en las cercanías de una iglesia o parroquia, lugares sin duda apetitosos por la posibilidad de realizar fotografías de comuniones, bodas o bautizos que tenían lugar en ellas. El lugar más cotizado aquel año fue el puesto número doce, que englobaba el entonces paseo del General Mola, hoy Sagasta, el parque de Pignatelli y la playa de Torrero, por el que Alfonso Bayona García pagó la suma de 251.152 pesetas como canon anual. El total recaudado por la adjudicación de ese año 1966 fue de 1.273.222,30 pesetas.

Ángel Cordero Gracia se dirige con sus útiles de trabajo desde la plaza de San Bruno 3, donde los guardaba, hacia las traseras de la Lonja. 1974, Gerardo Sancho. AMZ.
Ángel Cordero Gracia se dirige con sus útiles de trabajo desde la plaza de San Bruno 3, donde los guardaba, hacia las traseras de la Lonja. 1974, Gerardo Sancho. AMZ.

Los fotógrafos minuteros, ambulantes o callejeros eran también cronistas de la propia ciudad y de las gentes que vivían aquí o cruzaban por ella. No había apenas preparación en las fotografías, como contraste con las realizadas en los estudios, ni había que pedir la quietud con el truco ingenuo de la salida del pajarito, salvo para atraer la atención del fotografiado en el momento de realizar el disparo. A veces se usaban telones de fondo pero las más de las veces el telón era la ciudad con sus monumentos, sus calles y sus casas sirviendo de escenario y de marco a la estampa de los que caminaban sin cesar y necesitaban algo que diera fe de su presencia por esos lugares. La fotografía callejera era un arte. Y como cualquier arte verdadero terminó siendo un oficio. Deben ser reconocidos porque con el tiempo sus archivos se han convertido en una especie de registro histórico y humano, ofreciendo la posibilidad de conocer lugares y espacios hoy desaparecidos, y de los que sin este arte callejero hoy no quedaría constancia de su existencia. Es como si la vida de Zaragoza, de los zaragozanos y de los que llegaban hasta aquí se hubiera convertido en un documental que dice lo que era la ciudad y cómo eran los que pasaron por ella, que conserva acontecimientos y detalles de vidas humildes y sencillas de gentes de las que no se conoce ni siquiera el nombre pero que también son historia y recuerdo.

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