La Aljafería. De los viejos cuarteles resurge el palacio (II)

Panorámica de la Aljafería en la década de los cuarenta, ocupada por los cuarteles del Príncipe y de Santa Isabel. Postal de Ediciones Artigot. Archivo Municipal de Zaragoza
Panorámica de la Aljafería en la década de los cuarenta, ocupada por los cuarteles del Príncipe y de Santa Isabel. Postal de Ediciones Artigot. Archivo Municipal de Zaragoza

Tras los doscientos largos años en los que fue utilizada la Aljafería como acuartelamiento de tropas militares sus muros sufrieron un ingente número de reformas que no solo cambiaron su aspecto interior sino que la modificaron exteriormente hasta hacerla casi irreconocible. El relato siguiente trata de la manera en que los hechos históricos forzaron estas transformaciones y también cómo, al final, fue posible su recuperación.

Iniciaremos el relato en el momento en que Felipe II convirtió el palacio real en fortaleza queriendo evitar, de este modo, que pudieran reproducirse de nuevo ataques al mismo de turbas, fueran estas controladas o no. A este fin se emplazarían cañones en los torreones esquineros del lado oriental, dirigidos hacia la población. Para facilitar la munición de los mismos hubo de bajarse dichos torreones a cota próxima al adarve de la muralla, decisión que se conservó en la rehabilitación del siglo pasado.

Entrado el siglo XVII la Aljafería seguía conservando su fama de edificio notable de la ciudad y del propio reino. Multitud de viajeros en el transcurso de los siglos habían dado noticia de su existencia. Incluso Cervantes, a quien se le reconoce haber viajado y conocido la ciudad, no evitó que su personaje El Quijote advirtiera la existencia de tan fabulosa fortaleza. En una función de títeres, a la que asisten el hidalgo y su escudero, se hace clara reseña del castillo “que llaman de Aljafería”, en cuya torre del homenaje es apabullada por moros la bella Melisendra que grita y ruega por su liberación a los ejércitos del caballero Roldán.

La realidad del castillo entonces era su doble ocupación: Por un lado las estancias del tribunal del Santo Oficio, y sus calabozos ubicados en la torre. Por otro el albergue de un destacamento militar que salvaguardaba tan estratégica población. En su interior se amontonaba todo tipo de armamento, pesado y ligero, munición, pólvora de Villafeliche y uniformes de campaña. Este recinto, llamado por todos, fueran zaragozanos o foranos “Castillo de la Inquisición”, apenas sufrió en más de un siglo modificación externa alguna que no fuera la constante degradación y falta de reparos habitual en cualquier bien de la Corona.

Aspecto, en 1961, de las intervenciones en el pórtico antesala al Salón Dorado,  descubrimiento y reconstrucción de arcos festoneados tras los muros cuarteleros. AMZ
Aspecto, en 1961, de las intervenciones en el pórtico antesala al Salón Dorado, descubrimiento y reconstrucción de arcos festoneados tras los muros cuarteleros. AMZ

Fue en 1718, ya superada la Guerra de Sucesión y mudado el Santo Oficio a su nueva sede del Palacio de Tarín (plaza de Santa Cruz), cuando por encargo de Felipe V se recrecen los parapetos del foso y acometen obras diversas en su interior. Con estas se quería aplicar la racionalidad promulgada por los ilustrados que promovía el alojamiento permanente de dos batallones del ejército asignados en la plaza. Hay que recordar, en este aspecto, que estas unidades militares no tenían establecimiento fijo sino que iban moviéndose de un lado para otro cíclicamente en lo que se llamaba “la muda”. Allá donde recaían eran los concejos los responsables de ofrecer estancia a la tropa, bien sea en casas particulares o, cuando no las había en número suficiente, en vivacs improvisados en medio de los campos. A pesar de las buenas intenciones respecto a las milicias hasta pasada la mitad del siglo, ya bajo el reinado de su hijo Carlos III no habrían finalizado las obras que convertirían la Aljafería en un inmenso cuartel.

Con estas reformas de la ingeniería militar se levantarían, mediado ya el siglo XVIII, los nuevos edificios de tres alturas que tragaron literalmente viejas murallas y torreones en todo su perímetro, con la sola excepción del lado norte. Aparecerían las fachadas de aire clasicista, con una sucesión regular de vanos y falsas pilastras que todavía muchos recordamos. La torre del homenaje se cubriría con el tejado a cuatro aguas. El resultado exterior, de todo esto es una mole cuadrilátera de esquinas achaflanadas y aspecto imponente. En el interior siguen sobreviviendo restos de los palacios antiguos alrededor del patio de Santa Isabel, remodelado con nuevas arquerías más adustas cubriendo los restos de las antiguas islámicas y mudéjares. El oratorio se convierte en calabozo. Una nave más se amplía la iglesia de San Martín, atendida ahora por un rector-párroco castrense y se eleva su torre con una esbelta torre barroca con campanario.

Grabado de la batería del Portillo e  imagen al fondo de la Aljafería, con sus casetones filipinos levantados sobre los baluartes. Ca 1812, Colección “Ruinas de Zaragoza” de Gálvez y Brambilla. Colección José Luis Cintora
Grabado de la batería del Portillo e imagen al fondo de la Aljafería, con sus casetones filipinos levantados sobre los baluartes. Ca 1812, Colección “Ruinas de Zaragoza” de Gálvez y Brambilla. Colección José Luis Cintora

Al mando del inmenso cuartel se encuentra el Gobernador del Castillo, militar teniente del Rey que a él rinde cuentas. Este se encarga de obras, labores de intendencia y cualquier tarea que afecte al acogimiento de las unidades militares. Para tan importante labor debía administrar los caudales que provenían de la Real Hacienda, del alquiler de las habitaciones a los propios militares y del arriendo de un horno de pan, detrayendo del sobrante, si es que lo había, su propio sueldo. Así, no es de extrañar que en 1766, coincidiendo con la escalada de precios de los alimentos (causa, entre otras, del famoso “Motín de Esquilache”), se quejara el gobernador de que apenas podían las rentas sostener el Castillo. Que las habitaciones apenas rentaban, salvo cuando eran cobijados soldados suizos que lo hacían el doble, y que la carnicería era negocio ruinoso por ser permitido a los regimientos la matacía de sus propias reses.

No hay que reseñar sucesos importantes en el continente ni en el contenido hasta la gloriosa epopeya de 1808: la mal llamada “Guerra de la Independencia”, que no fue sino una confrontación contra un ejército invasor, el francés. Fue un 24 de mayo cuando el pueblo de Zaragoza, sabedor de la salida de España de los príncipes borbones, llevó preso a la Aljafería al mismísimo Capitán General Guillelmi “el afrancesado”, apoderándose de las armas existentes en el interior del castillo. Encomendado su gobierno al valeroso Mariano Cerezo, fueron rechazadas heroicamente las sucesivas embestidas de los franceses que, a pesar de ofrecer el cuartel brecha abierta, no pudieron con el pundonor de sus defensores. Construyendo una doble empalizada consiguió Cerezo mantener la comunicación con la Puerta del Portillo y conservar la posición de la fortaleza hasta la capitulación.

El hospedaje francés aceleró sobremanera el deterioro de los restos medievales que todavía se mantenían, siendo utilizadas salas y dependencias con la desidia propia de un ejército en campaña. Incluso el oratorio real, al que los siglos parece que condenaban a un continuo cambio a peor, se degradó a cocina.

Prisioneros carlistas en la Sala del Trono (que no de Santa Isabel). Litografía dibujada por Genaro Pérez de Villamil sobre croquis de Valentín Carderera. Biblioteca Nacional de España
Prisioneros carlistas en la Sala del Trono (que no de Santa Isabel). Litografía dibujada por Genaro Pérez de Villamil sobre croquis de Valentín Carderera. Biblioteca Nacional de España

La huída precipitada de las tropas napoleónicas, en 1813 provocó el sitio zaragozano al castillo, en cuyo interior habían quedado rezagadas algunas unidades francesas que seguían bombardeando la ciudad desde los torreones. Eran los últimos coletazos de la ocupación extranjera en Zaragoza, rendida por fin el 1 de agosto al fuego de 5 baterías dirigidas por Mina y miles de cartuchos que habían sido fabricados por los propios ciudadanos.

De las primeras decisiones que se tomaron tras la recuperación del lugar cobra especial interés el derribo de los cuatro baluartes, con cuyas enronas algunos paisanos fueron obligados a rellenar el foso por su parte de poniente.

Apenas 20 años de paz tuvieron los españoles, si como tal cabe definir a un reinado como el de Fernando VII, “el deseado” al principio, “el felón” para la Historia. Tras su muerte la eterna disputa del trono, con el trasfondo de la ley Sálica, daría pie a una serie de interminables guerras civiles que se han dado en llamar “Guerras Carlistas”. No es ajeno a éstas, como es lógico, ni Zaragoza ni su fortaleza-castillo-acuartelamiento, que tomaría claramente posición por el bando isabelino, o liberal. De resultas de los altercados del 5 de marzo de 1838, de heroica y celebrada memoria, se llevarían a la Aljafería un grupo de reos “facciosos” que pronto se convirtieron, con sus alegres cantos y rasgados de guitarra, en una curiosidad para el público. Durante los paseos de fiesta, podía presenciarse cómo algunas jóvenes zaragozanas gustaban responder a la algarabía de los prisioneros pasándose, coquetamente pero con gesto que no dejaba lugar a dudas, el dedo por el cuello. Otros prisioneros, estos enfermos, también fueron recluidos posteriormente. Al decir de la prensa de la época, el día 28 de marzo se trasladaron al foso del castillo “con el objeto de que se ventilen” un grupo de carlistas contagiados de tifus en el Hospital Militar de las antiguas dependencias dominicas de San Ildefonso. Hay aquí una prueba de que, si bien se inició tras la huída de los franceses, el cubrimiento del foso no se llevó a cabo en su totalidad.

Arco polilobulado trasladado al Museo Provincial de Zaragoza ca 1920. Archivo Cabré Aguiló. Instituto del Patrimonio Cultural de España
Arco polilobulado trasladado al Museo Provincial de Zaragoza ca 1920. Archivo Cabré Aguiló. Instituto del Patrimonio Cultural de España

Paralelamente al discurrir de estos primeros años de la guerra, un joven gaditano, soñador, inmigrado a Madrid, escribiría su primera tragedia, con la que esperaba abrirse camino en el mundo del teatro. Se trataba de Antonio García Gutiérrez que, con tan solo 22 años, presentaba al público “El Trovador”, una tragedia en cuatro actos, muy al gusto del romanticismo de la época. Nobles, caballeros y el amor correspondido, aunque imposible, entre el valeroso D. Manrique y su amada Doña Leonor, se entretejen en un argumento cuyo dramático final se desarrolla en la cárcel de la torre del castillo de Zaragoza. Del éxito con que se recibió deja constancia el hecho de que, años después y tras asistir el mismísimo Giuseppe Verdi a una representación de la pieza, fue tal la admiración que por la obra el famoso compositor experimentó que aprovechó la historia para componer la que se convertiría en una de sus más exitosas óperas: “Il Trovatore”. A partir de este momento, la torre del castillo pasaría a ser conocida por las futuras generaciones como “Torre del Trovador”.

Correría el año 1862 cuando la Aljafería dejó de pertenecer al Patrimonio Real, para ser propiedad y administración del Ramo de la Guerra. Es entonces cuando se crean los cuarteles del Príncipe y de Santa Isabel, que acogerían varios regimientos y unidades de importancia estratégica. Tal fue el caso del Regimiento Gerona 22, llamado “El Temido”, unidad entre las más fogueadas del ejército en los siglos XVIII – XX, que se preciaba de haber participado en las guerras contra la invasión napoleónica y, más recientemente, en las de Cuba, Filipinas y África.

Tal circunstancia llevaría consigo un proceso de acondicionamiento total de sus estancias para mayor desgracia del monumento. Así, salas nobles y oratorio se utilizarían como salas de armas, almacenes y polvorín, con grave pérdida de todo resto artístico (capiteles, yeserías, arcos…) ya fueran de época islámica como posterior. Los últimos pisos de la Torre del Trovador se habilitarían como prisiones militares. Estas intervenciones harían que la Comisión de Monumentos de Zaragoza, dirigida por don Paulino Savirón, ordenara con carácter urgente para su conservación, como testigos de un esplendoroso pasado, el traslado de varios arcos al Museo Arqueológico Nacional de Madrid y al Museo Provincial de Zaragoza. La decisión fue providencial y gracias a esta se consiguieron reconstruir algunas arcadas del palacio.

Vista en primer término de los torreones neogóticos esquineros erigidos en la segunda mitad del XIX. Archivo Mollat-Moya
Vista en primer término de los torreones neogóticos esquineros erigidos en la segunda mitad del XIX. Archivo Mollat-Moya

El momento obliga, por necesidades de intendencia y recordando a los viejos baluartes, a construir los característicos torreones neogóticos esquineros que han ilustrado decenas de postales del monumento. Aparecen en traza diagonal respecto a las fachadas, con ventanas apuntadas en sus tres pisos y remate almenado de su cubierta plana.

Sería ya avanzado el siglo XX, concretamente en 1931 con la declaración de Monumento Nacional, cuando el ayuntamiento de la ciudad solicita su cesión para acometer una rehabilitación que, a todas luces, y bajo el uso castrense, se presentaba muy poco factible. Es meritorio el impulso con que el arquitecto D. Francisco Íñiguez Almech, que ostentaba la Comisaría General del Patrimonio Artístico Nacional, gran enamorado de La Aljafería, inicia el plan de recuperación del monumento. A esta tarea, que simultaneaba con la docencia, le dedicaría su vida.

Con unas primeras donaciones por parte de la fundación Lázaro-Galdeano, Íñiguez comienza su labor de devolver al monumento el esplendor de sus primeros tiempos. Parte de la base de que todo añadido posterior a la época medieval debía eliminarse y, por lo tanto, los trabajos se centrarían en la reparación y conservación de las salas islámicas, de los recintos medievales de Pedro IV y de los construidos por los Reyes Católicos. Parece lógico que, en el aspecto exterior, se pretendiera la vuelta a lo mostrado en los bocetos de Spanochi.

La restauración sacaba a la luz las antiguas arcadas musulmanas y paños enteros de ladrillo, que, según su estado, unas veces se lavaban para su conservación y otras se mostraban en su original aspecto. Los nuevos añadidos, que completaban los elementos desaparecidos, se hicieron de forma tal que pudiese el visitante cerciorarse de cuál era el vestigio conservado y cuál el nuevo. De los primeros trabajos destaca la consolidación y rehabilitación de la Torre del Trovador. Desde la propia cubierta, a la que se elimina su techado a cuatro aguas, volviéndola a su aspecto original rodeada de almenas. En sus pisos y, entre bóvedas, columnas y pasillos las celdas se encontraron un buen número de grafitis con dibujos y textos trazados en distintas épocas y en varias lenguas que dejan perplejo al observador.

Puerta de acceso al castillo ca 1971. Muralla y torreones reconstruidos se descubren a la par que se derriban las primeras crujías de los cuarteles. Gerardo Sancho Ramo. AMZ
Puerta de acceso al castillo ca 1971. Muralla y torreones reconstruidos se descubren a la par que se derriban las primeras crujías de los cuarteles. Gerardo Sancho Ramo. AMZ

Pasaron años de convivencia entre reclutas, albañiles expertos en rehabilitación y arqueólogos. El ejército, según iban desarrollándose las fases de restauración, desalojaba nuevas dependencias y recintos para que pudieran iniciarse nuevas obras, en total colaboración. Finalmente, con la salida en 1965 del último regimiento alojado, de Cazadores de Montaña (descendiente del afamado Gerona 22), acabó la historia castrense de La Aljafería. Comenzaba entonces la década de los setenta con la reconstrucción de la muralla y los torreones de la fachada oriental, donde se establecería la entrada al recinto en el histórico lugar que siempre había ocupado. Con su nuevo aspecto el viejo cuartel se convierte entonces en incomparable marco de actividades culturales. Se desarrollarían congresos de toda índole, conciertos y conferencias. Incluso se estableció como lugar complementario de la Lonja, escenario de aquellos actos que la élite celebraba durante la semana del Pilar. Breves momentos de gloria para las bellas señoritas que constituían el elenco de la reina y damas de honor de las fiestas, subiendo la regia escalera del brazo de los “augustos próceres” municipales.

El inevitable paso a propiedad municipal se produjo a principios de los ochenta, con el desarrollo de la tan renombrada “Operación cuarteles”, por el módico precio de 24 millones de pesetas. Mientras, proseguían las obras, con el redescubrimiento del foso y ajardinamiento de los alrededores, proyecto de Rafael Barnola.

Fachada este ca 1972. Eugene Casselmann. Fondos de la Universidad de Wisconsin
Fachada este ca 1972. Eugene Casselmann. Fondos de la Universidad de Wisconsin

En 1982, tras el sentido fallecimiento de Francisco Íñiguez, toma el relevo su estrecho colaborador el también arquitecto D. Ángel Peropadre. Discrepancias de criterios entre técnico y ayuntamiento hace que, pocos años más tarde, decidida ya la Aljafería como sede definitiva de las Cortes de Aragón y tras la cesión al Gobierno de Aragón del tercio oriental del palacio, fueran Franco y Pemán los arquitectos a los que se les encargaría la finalización de las obras y el proyecto del parlamento autónomo.

El resultado final está a la vista, un conjunto majestuoso, que conserva exteriormente por igual sus aspectos medievales-renacentistas y el de sus dependencias cuarteleras, ahora acondicionadas para su uso administrativo. Con una exquisita rehabilitación interior en la que se ha consolidado lo que ha sobrevivido, se han reconstruido los elementos perdidos y se han erigido modernos edificios que se integran perfectamente en el espacio histórico, constituyéndolo también. Su visita es un viaje a través del tiempo por un lugar donde el turista curioso queda indefectiblemente sorprendido del arte, donde nosotros mismos podemos sentirnos orgullosos de nuestro pasado.

Arquerías entrecruzadas del Salón Dorado. Ca 1982. Eugene Casselmann. Fondos de la Universidad de Wisconsin
Arquerías entrecruzadas del Salón Dorado. Ca 1982. Eugene Casselmann. Fondos de la Universidad de Wisconsin

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