

Neptuno coronaba la primera fuente ornamental del siglo XIX que suministraba agua para el consumo de boca que dispuso Zaragoza y no podemos decir que empezara con buen pie. De hecho, ni siquiera estaba dedicada al dios de las aguas, sino a la conmemoración de la jura de la princesa Isabel de Borbón como heredera, eso sí, a falta de varón al trono de España, el 20 de junio de 1833. La colocación de la primera piedra estaba prevista para el 10 de octubre, día de su cumpleaños, pero el luto por la muerte de su padre, Fernando VII, hizo que se retrasara hasta el 14 de ese mismo mes, a las 12 de la mañana “en la plaza de S. Fernando de esta capital” como se cita en el Diario de Zaragoza. Para entonces, la heredera ya no era tal y a sus escasos tres años había hecho otra jura pasando a ser “Su Católica Majestad Doña Isabel II, por la Gracia de Dios y de la Constitución de la Monarquía española, Reina de las Españas”. Las aguas tardaron en llegar y no fue hasta julio de 1845 cuando la fuente comenzó a funcionar como tal coincidiendo con una visita de la monarca a Zaragoza.
Cuatro placas contienen textos alusivos, aunque sin la retranca que Pignatelli utilizó en la fuente de los Incrédulos en Casablanca, de 1786, dos años después de la llegada del Canal Imperial a Zaragoza. Tras casi dos siglos y medio la inscripción sigue visible. Si no lo creen pueden acercarse a leerla y descansar allí cual viajeros del siglo XVIII.
No deja de ser paradójico que en el lugar donde se encontraba la Cruz del Coso, homenaje a los innumerables mártires cristianos y coronando al monumento dedicado a Su Católica Majestad, se pensara en el dios pagano gobernador de aguas y mares, aunque en octubre de 1872 tuvo una corta reconversión al pasar de lo pagano a lo divino durante los festejos de la consagración del templo del Pilar, cuando la fuente de Neptuno fue cubierta con un castillete rematado por la sagrada columna y la cifra de la Virgen, conjunto iluminado con luces de gas.
Toda la polémica que hubo con el dios de la mitología romana en un lugar tan sagrado se solucionó cuando, en septiembre de 1902, comenzó a desmontarse la fuente construyéndose en sus cercanías el Monumento a los Mártires de la Religión y la Patria, inaugurado dos años después, con cruz incluida, algo sobre lo que Dionisio Lasuén podría hablar no sin cierta amargura.

La vida de este surtidor ornamental una vez desmontado podría casi compararse a la de su auspiciadora, la reina de los tristes destinos, como la llamó Galdós. Por acuerdo municipal se había decidido colocarla, tras su almacenaje provisional en el antiguo penal de San José, en la plaza de San Miguel, donde ya había una toma de agua, aunque el entonces alcalde, Sr. Laguna, opinaba que otro lugar posible sería la plaza de Salamero. Pero una posterior decisión fuera del acuerdo municipal consideró que el lugar donde debía estar Neptuno era en las balsas de Ebro Viejo, a pesar de que eso incrementaría el costo al tener que construir también una cañería que proveyera de agua a la fuente. Y allí la llevaron despiezada esperando que alguien la reconstruyera. Incluso se propuso montarla otra vez en el centro, en la plaza de Santa Engracia, la de Castelar, o en otro lugar algo peregrino como la subida de Cuéllar, pero tampoco fructificaron las propuestas. Mientras tanto, varios de sus elementos se reutilizaban para obras municipales y fuentes públicas, dejando a Neptuno más desnudo aún, quien esperaba, como el arpa de Bécquer, en un rincón de los almacenes municipales, silencioso y cubierto de polvo, que sus dueños se acordaran de él. Al fin, en 1936 se reconstruyó el monumento en la arboleda de Macanaz frente al embarcadero, labrando nuevas piedras para sustituir a las ya perdidas, y con la intervención del escultor local Salaberri para completar la maltratada anatomía de la estatua a la que le faltaba el brazo izquierdo, aunque la única agua que vio fue la del cercano Ebro. Poco le duró el descanso, ya que cuando se acostumbró a ver el río tuvo que mudarse otra vez, ahora al parque Primo de Rivera, donde volvió a manar agua de sus delfines en 1946, 101 años después de que lo hiciera en su ubicación original. Y allí sigue, al menos de momento.
En marzo de 1862 el Ayuntamiento acordó la colocación de treinta fuentes monumentales y de vecindad para que, a la vez que se facilitaba el suministro de agua a los habitantes de la ciudad, algunos de los lugares más céntricos se vieran adornados con las ornamentales. Las ubicaciones elegidas fueron las plazas del Pilar, la Seo, la Magdalena, San Miguel, Mercado y en el Coso frente a la Audiencia. De ellas se podía recoger agua para consumo propio salvo de la primera, mientras que los aguadores profesionales solo podían seguir recogiendo el líquido elemento de la de Neptuno, para luego repartirla por las casas.

El 20 de abril de 1862 llegaron por ferrocarril desde Barcelona parte de las tuberías necesarias y a finales de mayo dieron comienzo los trabajos para la colocación de la destinada a la plaza del Pilar, que quedó concluida el 11 de septiembre. Pocos días después se retiraron las vallas que la ocultaban para que todos pudieran apreciar su diseño, obra de Miguel Geliner. Consistía en un pilón octogonal en cuyo centro se levantaba una columna con dos platillos. Cuatro tritones aislados del cuerpo principal lanzaban agua con unos cuernos marinos a una altura de cuatro metros hasta el superior más pequeño, consiguiendo el efecto de una espesa lluvia al caer desde este al central más ancho, y de ahí al pilón.
El 3 de octubre de ese año se probaron todas y hubo general satisfacción en el resultado, con “los bonitos juegos de la fuente del Pilar, la fuerza con que arroja el agua la de La Seo, la elevación y caprichosas formas que toma la de la Magdalena, la cantidad que echa la de San Miguel, el buen efecto que produce la del Coso y la abundancia de la del Mercado”. En ese momento todo fueron parabienes con el alcalde Simón Gimeno, aunque pronto se tornaron en críticas. El agua que tan abundantemente manó en la inauguración pronto dejó de hacerlo y las averías e interrupciones en el suministro eran continuas, lo que provocaba las críticas de la ciudadanía y la prensa, que se preguntaba de qué había servido gastar una no pequeña cantidad del erario público si las fuentes estaban más tiempo secas que cumpliendo su función.
Un fallo de cálculo en la de la plaza de la Seo, la conocida después como fuente de la Samaritana, hizo que en menos de un año tuviera que reformarse, ya que el ímpetu con el que salía el agua de los cántaros que portaba nuestra ninfa, cuando había suerte y lo hacía, provocaba que cayera fuera de la pila octogonal que la rodeaba. Así, en septiembre de 1863 la estatua tuvo que dar un paso atrás y colocarse a mayor distancia del brocal anterior para evitar el problema.

De todas ellas, la que tuvo una vida más agitada fue la del Coso frente a la Audiencia. Era una figura femenina hecha de fundición, a la que algunos llamaban la Aretusa, ninfa que fue transformada en fuente según la mitología, que en este caso vertía agua desde sus pies y de un cántaro que sostenía en las manos. A los pocos días de su inauguración los medios locales comenzaron a recibir anónimos quejándose de que era un insulto a la moral pública que tan impúdica estatua estuviera en la vía pública. Víctima de lanzamiento de piedras y otros atentados contra su integridad física, alguno de esos anónimos reclamaba incluso que hasta tiros y cañonazos se disparasen contra la ninfa. El motivo, que nuestra fugaz Aretusa mostraba, al parecer, más de lo que algunos podían aceptar. Fugaz porque su presencia no duró ni siquiera cinco años, y en abril de 1867 se retiró, para alivio de los que consideraban un oprobio que una estatua mostrara el pecho desnudo, más de lo que la moral de algunos permitía. Mientras tanto, Neptuno llevaba ya unos cuantos años vestido tan solo con un manto que apenas cubría su anatomía, sin que nadie se molestara por ello.
La de la plaza de San Miguel tuvo una vida aún más efímera. De planta poligonal y con un surtidor en forma de cisne, ya en mayo de 1866 había desaparecido y dejó como recuerdo un “magnífico foso”, que se tapó con escombros para evitar males mayores a los vecinos de la zona. Un mes después, una más modesta farola de cuyo pedestal brotaba el agua había sustituido a la ornamental ave.
La fuente de la plaza de la Magdalena tenía un pilón circular en cuyo centro se levantaban dos pilares octogonales con un surtidor. Hubo quien opinaba que su diseño no era muy acertado y que si se la llamaba fuente era por una errata de bautismo, ya que lo que parecía era más un hongo o una seta. No debía de estar muy bien calculada la dirección del agua, ya que las quejas acerca del lodazal, si no del lago que se formaba a su alrededor por la irregularidad del surtidor, eran continuas. Como solución se propuso dotarla de caños como la del Mercado.
Y así llegamos a la última de las fuentes ornamentales, la de la mencionada plaza del Mercado. Situada también sobre un pilón octogonal, la base era poligonal y en ella había unos surtidores de los que se abastecían los vecinos. Sobre esta base se situaba un cuerpo cilíndrico y en lo alto un ánfora remataba la composición.

Además de dar agua, cuando la daban, estas fuentes eran una referencia de la que se servían sobre todo los comerciantes para ayudar a localizar mejor sus locales. Así, fotógrafos como Júdez o Álvarez, situados en el Coso, añadían en sus anuncios o el dorso de sus fotografías el añadido de “frente a la fuente”, en este caso de la Princesa, o Bernardino Pardo, situado en el Mercado, utilizaba esta como ayuda para ubicar su estudio.
Las remodelaciones urbanas acabaron con las que sobrevivieron a sus primeros años y así las de la Magdalena, Mercado o la plaza del Pilar desaparecieron para dejar más espacio libre o víctimas de un cambio en el entorno. Esta última fue desmontada en 1890 aprovechando la construcción de unos jardines en la plaza y bajo críticas a su poca elegancia y mal funcionamiento. Como nunca llueve a gusto de todos, los vecinos de la calle del Pilar se quejaron amargamente de que debían ir hasta la de la Samaritana en la plaza de la Seo para abastecerse, lo que les causaba ciertos trastornos.
Así, de las seis fuentes monumentales construidas en 1862, 160 años después de su colocación hoy solo queda la de la Samaritana, desterrada desde su lugar de origen hasta otra plaza, la del Justicia, y de espaldas a otro templo, lo que parece ser su sino, esta vez la iglesia de Santa Isabel de Portugal. Despreciada muchas veces con adjetivos como pueblerina y antiartística, hubo propuestas para sustituirla por estatuas más “dignas”, como la de Pedro III o la del general Palafox. La llamaron “esa pobre chica que parece una liliputiense” empequeñecida por la catedral y permaneció con las cañerías que surten los cántaros a la vista cuando se le rompió parte de un brazo haciendo desaparecer parte de su magia. Pero ha sobrevivido a pesar de todo, silenciosa y ajena al trasiego de gente que pasa por su lado muchas veces sin verla. Si anteayer, en su juventud, era testigo del bullicio de las comparsas de Gigantes y Cabezudos para las fiestas del Pilar o del Corpus, hoy la despiertan de su ensoñación los tambores y bombos de la Semana Santa una vez al año, sonidos que ni se imaginaba que iban a rodearla cuando nació, sencillamente porque aún no acompañaban a las procesiones. Si la ninfa más bella salida de los talleres de Averly hablara nos podría contar la historia de Zaragoza y de muchos zaragozanos. Los que a su vera se han hecho confidencias amortiguadas por el sonido del agua que cae de sus cántaros. Pero ella, discreta y silenciosa como ha sido siempre, preferirá guardarlas y quizá, de noche y cuando no haya nadie, sonreirá recordándolas.
