Alemanes en la Legión Cóndor en Zaragoza

Vista de pájaro, desde un bombardero de la Legión Cóndor, de la plaza de toros de la Misericordia y el entorno de la plaza del Portillo. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya
Vista de pájaro, desde un bombardero de la Legión Cóndor, de la plaza de toros de la Misericordia y el entorno de la plaza del Portillo. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya

Ochenta y seis años han pasado desde el luctuoso momento en que comenzó la Guerra Civil española. Zaragoza, segunda ciudad importante en la que triunfó desde el primer momento la sublevación militar, fue durante toda la contienda localidad de retaguardia, sin sufrir directamente los embates bélicos aunque no por eso exenta de recibir bombardeos aéreos.

En 1936 la ciudad tenía un aeródromo militar, llamado “El Palomar”, en una localización muy expuesta en la carretera de Huesca, junto a la Academia General Militar y muy cercana a las posiciones de la artillería republicana. Esta sería la razón por la que hasta 1938, ya inaugurado el aeródromo de Garrapinillos (más tarde bautizado como de Sanjurjo), no hubiera apenas presencia en sus calles de aquella unidad aérea de la Wehrmacht organizada a requerimiento del propio Hitler en apoyo de los militares que se rebelaron: “La Legión Cóndor”.

Esta primera fotografía puede hacernos imaginar la curiosidad que suscitaría a un germano, con su concepto romántico de la España de los toros y el flamenco, observar el coso taurino de la Misericordia mientras sobrevolaba la ciudad, de vuelta de sus tareas de reconocimiento aéreo y fotográfico. Es muy probable que las imágenes fueran hechas desde un aparato bombardero DORNIER Do17, o un HEINKEL He111 (habituales en la base aérea zaragozana) y, de seguro, con una cámara fotográfica propia.

La UD 88 de la poderosa Lufwaffe, o Legión Cóndor, contó desde el principio con importante apoyo de Marina y de la Artillería antiaérea, clave en la defensa de sus aeronaves en tierra. Como en el resto de España, en Aragón jugó un papel determinante en el devenir de los frentes de guerra del norte, después de Teruel, del Levante y, por último, de Cataluña. Dado su inmenso despliegue hubo el ejército rebelde que disponer de toda una serie de aeródromos militares en todo el tramo medio y bajo del río Ebro. Desde Alfaro, hasta La Sénia, los hubo en Buñuel, Tauste, Gallur (localidad en que se organizó una escuela de pilotos de caza) y en Zaragoza. En todos ellos se ubicaron escuadrones de aviadores alemanes con la consiguiente intendencia.

Las acogidas en estas poblaciones de aquellos oficiales alemanes (pilotos y mecánicos) junto al personal subalterno fue, como puede adivinarse, cálida para algunos, fría y odiosa para otros y, en todo caso, rodeada de una extrema curiosidad. La orden de la llamada Junta de Defensa Nacional, por mando del propio Kindelán, dejaba a los alcaldes meridianamente claro que los jefes de los escuadrones debían ser hospedados en las mejores casas, que por otra parte pertenecían a personas de cierto poder económico afectos, habitualmente, con el golpe militar. Los casinos, escuelas y otros lugares fueron habilitados para las reuniones y descanso de los oficiales donde se les podía ver juntos hermanados en lo que llamaban volksgeist (espíritu del pueblo), bebiendo su cerveza, conversando y rememorando con cánticos su lejana tierra.

Oficiales alemanes bebiendo cerveza y cantando en el casino de Tauste. Ca 1937. Archivo de la Asociación Cultural “El Patiaz” de Tauste
Oficiales alemanes bebiendo cerveza y cantando en el casino de Tauste. Ca 1937. Archivo de la Asociación Cultural “El Patiaz” de Tauste

Zaragoza no se asombró en exceso ante la aparición de aquellos oficiales alemanes que, por lo general, sobrepasaban la altura media del paisano corriente, eran de piel clara y cabellos no siempre rubios como la imaginación colectiva había idealizado la supuesta raza aria. Y es que, años antes, en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, la ciudad había acogido un grupo de 347 germanos procedentes de su colonia del Camerún, de donde los aliados (británicos y franceses) los habían despachado. No eran militares sino propietarios y directivos de empresas extractivas a los que la guerra obligó a enfrentarse militarmente en la selva africana. Huyendo de los combates llegaron a la Guinea Española donde, gracias a las intervenciones directas del propio Alfonso XIII y del conde de Romanones, fueron asilados en España como nación neutral.

La colonia que en Zaragoza se estableció dispuso de un alto nivel de vida, viéndoseles alternar en cafés, el Suizo de plaza de la Constitución era su favorito, y casinos, donde habían sido agradablemente acogidos por una élite intelectual y política notablemente germanófila. Algunos de estos refugiados establecerían negocios en la ciudad, basta nombrar cierta cadena de lavanderías en seco (proceso novedoso) que ha llegado hasta nuestros días con el apelativo “de los Alemanes”. En lo cultural fundaron su Kindergarten y el Deutsche Schule, precursor del Colegio Alemán de la calle Cervantes y, en lo deportivo, formaron uno de los primeros equipos de fútbol de la ciudad al que denominaron el Camerún C.F.

A todo esto, recordado perfectamente por los zaragozanos, se añadió la aparición en los comienzos de la Guerra Civil, de cierto individuo también teutónico de nombre Alfonso Kurtz que acabaría por establecer una industria cárnica basada en la elaboración de un tipo de salchicha bávara que tendría gran aceptación.

Vista de pájaro, desde un bombardero de la Legión Cóndor, del casco histórico de Zaragoza. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya
Vista de pájaro, desde un bombardero de la Legión Cóndor, del casco histórico de Zaragoza. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya

Como vemos, de alguna manera los ciudadanos de Zaragoza estaban habituados a escuchar la lengua de Goethe en sus calles. Ahora asistían al espectáculo de ver a estos nuevos alemanes uniformados paseando en parejas o tríos por la ciudad, rara vez en grupos mayores, vestidos con impecables guerreras cortas, ceñidas con cinturón sobre unos pantalones de montar breeches que se embutían en altas botas embetunadas. En el pecho de la guerrera y en la gorra, lucían las correspondientes estrellas de su graduación y la omnipresente silueta del ave-cóndor, símbolo de la unidad.

El que supuestamente fueran considerados voluntarios no era otra cosa sino el intento burdo de camuflar la injerencia extranjera en el conflicto por parte de la Alemania de Hitler, circunstancia que era conocida por todos. Los pilotos y personal de tripulación ostentaban el grado de oficial o de suboficial de alto grado de especialización. Generalmente eran miembros o simpatizantes del Partido Nacional-Socialista, amantes de las tradiciones y la cultura germánica; extremadamente educados, fríos y calculadores en el trato al decir de quienes los alternaron (germanófilos de nuevo cuño, como el joven falangista Luis Gómez Laguna, que después ostentó la alcaldía, quien los asistió como intérprete). En el esquema mental de estos soldados tenían grabado a fuego que habían venido a una guerra justificada contra el bolchevismo, ese “mal terrible que estaba azotando Europa”. Y para tal fin no les faltaron alicientes profesionales ni económicos: Su ejército dispuso que todos ellos fueran promocionados al grado superior del que ostentaban en su país. Además, el sueldo que percibirían (entre 600 y 1.600 marcos, según la categoría) era muy superior al habitual y del orden de 3 a 5 veces el de sus colegas españoles. Todas estas condiciones hicieron que, durante los tres años largos de presencia de la unidad en el conflicto, no faltaran nunca relevos a los más de 6.500 efectivos de la unidad que hubo en España de forma continuada. Se estima que, en total, fueron alrededor de los 16.000 hombres los que la Wehrmacht proporcionó al bando franquista.

Disciplinados, y estrictos en el cumplimiento de los planes, se desplazaban de sus lugares de acuartelamiento y descanso a los aeródromos donde ocupaban su plaza. Ejecutaban su trabajo con eficiencia y sin discutir la mínima orden, fuera el reconocimiento aéreo del terreno o fuera el bombardeo de objetivos tácticos, aunque estos estuviesen localizados en poblaciones con evidente riesgo para los civiles. Desde su incorporación a la unidad debían guardar en el más absoluto secreto la misión y el lugar donde la desarrollaban, incluso para sus seres más queridos. El correo era minuciosamente inspeccionado para que nada de esta información saliese al exterior.

Instalaciones de descanso de los componentes de la Legión Cóndor, en la base-aeródromo de Garrapinillos. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya
Instalaciones de descanso de los componentes de la Legión Cóndor, en la base-aeródromo de Garrapinillos. Ca. 1938. Archivo Mollat-Moya

En Zaragoza el grueso de la unidad se hospedaba en el colegio de las Escuelas Pías, en la calle del General Franco, antiguamente denominada, como ahora, del Conde de Aranda. En este centro, se les asignó las habitaciones del internado ubicado en la segunda planta del edificio de la rotonda, lo que obligó a realojar a los estudiantes externos que allí habitaban en unas casas cercanas que el propio colegio tenía en la calle Echeandía. Las condiciones de confort para los legionarios de la Cóndor se aseguraban mediante el suministro habitual, procedente de los vagones propios que llegaban a la Estación del Norte, de comida y cerveza alemana (marca Sport esta última), carbón y otras intendencias.

Diariamente, desde el colegio escolapio, se veían partir autobuses militares de la propia Legión Cóndor hasta el aeródromo de Garrapinillos o de Sanjurjo, donde tenían la base operativa. Al final de sus raids, quienes no debían permanecer en la base, volvían de nuevo a sus habitaciones para descansar o bien disfrutaban del ocio que una ciudad provinciana como Zaragoza podía dar. Muchos de ellos frecuentaban el cercano “Salón de Variedades” de la calle Boggiero, como veinte años antes ya lo habían hecho, con escándalos frecuentes, sus compatriotas del Camerún cuando se llamaba Royal Concert; otros las innumerables cafeterías y bares de los que tan bien provistos hemos estado siempre. Había algunos a los que gustaba pasear, con cámara fotográfica colgada del cuello y tomar imágenes de edificios, calles, paseantes y de todo aquello que llamara su atención por chocante con su cultura. Son decenas de fotografías las que se conocen que fueron tomadas por estos individuos, en ocasiones a la vuelta de sembrar muerte y destrucción desde el cielo. Esta circunstancia provocaría que, los siempre tan mordaces zaragozanos, les aplicaran el apelativo de “turistas”, con ese acento aragonés que empleamos para las grandes o ingenuas verdades.

Quien va a una guerra ya sabe a lo que se expone. No todo fue tan sencillo para ellos, combatientes que desde lo alto parecían inmunes. Algunas fuentes consideran que ascienden a 36 el número de bajas por muerte del grupo de Zaragoza. Normalmente los cuerpos de los pilotos y oficiales eran repatriados a Alemania aunque unos pocos se quedaron aquí. A las muertes producidas en las acciones de combate se les añadiría un número no despreciable debidas a enfermedad o accidentes, éstas últimas por lo general de aviación, aunque también de tráfico. Tan solo se conoce que fueron enterrados en el cementerio de Torrero dieciséis de ellos, finalmente trasladados en 1941 al anexo Deutsche Friedhof (cementerio alemán) junto al Camino de las Canteras. Al menos seis de los cadáveres ocuparon fosas en tierra con lápidas sobre las que se colocaron sencillas cruces de piedra blanca y las inscripciones del nombre, la fecha de deceso y la leyenda “Für Spanien Freiheit” (por la libertad de España). En 1982 la embajada de la República Federal Alemana trasladaría los restos de todos los alemanes fallecidos en la Primera y Segunda Guerra Mundial al cementerio castrense de Cuacos de Yuste (Cáceres). Las cruces, en el cementerio alemán de Zaragoza, siguen presentes, pero no albergan bajo ellas cuerpo alguno.

Vista desde la terraza del hospital de sangre del Refugio, ocupado por heridos alemanes de la Legión Cóndor. Ca. 1938. Colección de Manuel Ordóñez
Vista desde la terraza del hospital de sangre del Refugio, ocupado por heridos alemanes de la Legión Cóndor. Ca. 1938. Colección Manuel Ordóñez

Aquellos que resultaban heridos fueron atendidos en el hospital de sangre habilitado en la casa de la Hermandad del Refugio, moderno edificio construido en 1931 siguiendo el proyecto de Regino Borobio, que sigue prestando su servicio en la calle de Crespo Agüero. Los graves, tras ser estabilizados, eran repatriados también a casa para su relevo. En este edificio, que contaba con inmejorables condiciones higiénicas y de equipamiento sanitario, eran curados por las Hijas de la Caridad y un cuerpo de enfermeras voluntarias que éstas formaban. Las salas de convalecencia eran amplias y luminosas y, en cubierta, se disponía de una amplísima y soleada terraza. Si el tiempo acompañaba, los heridos que ya se encontraban muy recuperados podían en la misma pasear, jugar a las cartas, leer o, simplemente, tomar el sol y admirar las vistas de Zaragoza.

Tras el final de la Guerra Civil, con victoria del bando franquista, los efectivos de la unidad Cóndor volvieron a Alemania, donde fueron recibidos como héroes por gran parte de su población. Desfilaron en la gran explanada de la Isla de los Museos, ante la mirada sibilina de su Führer y los vítores y aplausos de miles de compatriotas que creían ver renacer la Alemania derrotada y humillada de la Primera Guerra Mundial.

Con la perspectiva del tiempo la Legión Cóndor, en definitiva, no fue sino una maniobra para probar en el campo de batalla real la eficacia de esta unidad con la vista en lo que, pocos años después, provocaría en el viejo continente la ambición de un loco que supo manipular los sentimientos patrióticos y de raza de toda una nación.

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