Como ya apuntamos en la entrega anterior, a la vista de las viejas fotografías, vamos a seguir recordando a aquellos niños testigos del cambio de centuria y de las primeras décadas del nuevo siglo XX. Vamos a rememorar algunos aspectos que rodeaban su existencia cotidiana y que, para muchos de nosotros, no nos son ajenos por lo vivido o por lo que nos han contado.
Una de las cosas que más poderosamente llama la atención de estas antiguas imágenes es la parquedad con que vestía la mayor parte de la población, y la infantil con más motivo dada la costumbre que ésta tenía de crecer. Los niños, sobre todo en las familias de clases humildes, reutilizaban hasta la extenuación prendas de sus padres y hermanos mayores debidamente arregladas y parcheadas en codos y rodillas. En invierno la ropa que utilizaban los varones consistía habitualmente en ternos de pantalón, chaquetilla y chaleco conjuntado de paño ligero de lana, aunque a veces el pantalón podría ser de pana lisa o dril, siempre en tonos oscuros. En los días más fríos, entre la camisa y el chaleco, o chaqueta, se remetía una bufanda que cubría el pecho y, sobre los “piales” de lana, se calzaban irremediablemente alpargatas de lona. Para finalizar el atuendo, boina o gorra en la cabeza, muy rapada ésta para evitar los piojos (o al menos dificultarles la existencia). Aquellos que trabajaban solían llevar blusón o bata amplia. En el verano los pantalones cortos (o recortados en sus perneras), y las camisas de algodón satisfacían sobradamente las necesidades de vestimenta, al menos para aquellos que vestían algo.
Las niñas, cuya presencia en la calle se justificaba por dirigirse a hacer recados y compras en tiendas y comercios cercanos, solían llevar vestidos de sarga fina sobre los que se colocaban mantones de gruesa lana o chales. Las medias eran, por lo general, de lana oscura y el calzado se limitaba a las alpargatas o, en el colmo del lujo, zapatos de cordones los días de fiesta. En el verano lucían prendas de tejidos más ligeros y en tonos claros, a menudo estampados con pequeñas flores y otros motivos discretos.
Las familias más acomodadas vestían a sus hijos con confortables y cálidos abrigos, de grueso paño inglés, pantalones de lana y, a veces, jersey. Los calzaban con calcetín de hilo y zapatos de charol, que siempre lucían bien lustrados. Muy de moda se puso el “traje de tweed”, que se conjuntaba completo. Las niñas "bien" lucían abrigos, de normal entallados, sobre chaquetillas o rebecas que ceñían el vestido, medias de fino algodón claro, a menudo blanco a pesar del rigor invernal, y calzado de bota de media caña o zapato. Las prendas de verano eran de hilo fino de algodón. Los chicos pantalón corto hasta la rodilla, incluso ligeramente por debajo de ésta y calcetín, siempre. En general se admitía cierta variación de colores, siendo muy común el denominado “azul marino”, sobre todo en los más pequeños que solían ser vestidos de marinero.
Si algo ha quedado claro de todo esto, incluso en el vestir, es que en la sociedad de entonces, sin apenas clase media, era muy distinta la vida según la familia que te hubiera caído en suerte. Por un lado estaban los hijos de familias acomodadas, de la pequeña y media burguesía local, grandes terratenientes o con negocios en la industria, hijos de oficiales y jefes del estamento militar y de altos cargos de la administración en cualquiera de sus niveles. En estos casos, con las necesidades ampliamente cubiertas, la preocupación de los progenitores era que sus retoños adquirieran una formación adecuada para continuar la saga familiar en la empresa o que les garantizara un puesto importante en la administración.
Estos niños privilegiados disponían de preceptores o acudían a colegios religiosos, como podrían ser el Colegio del Salvador (centro masculino regentado por los jesuitas) o el femenino del Sagrado Corazón de Jesús, ambos cercanos y localizados en el arranque del Paseo de Sagasta. Otros, también religiosos pero ya abiertos a todo tipo de alumnado, serían el de las Religiosas Mercedarias de la calle Bayeu, el de Santa Rosa, el de la Enseñanza o de la Compañía de María en San Jorge, los Maristas en la calle Mayor, Corazonistas en la calle de Bruil y el decano, de las Escuelas Pías, situado entre la calle del Portillo (ahora de Conde Aranda) y la de Boggiero, con entrada en aquellos tiempos por esta última. Este colegio escolapio había sido inaugurado ya en el siglo XVIII y por sus aulas pasó, entre otros ilustres, nuestro pintor universal Francisco de Goya.
En ocasiones ciertos alumnos de menor nivel económico podían tener acceso a colegios privados como pensionados o con derecho a residencia si ocupaban plaza de “fámulo”, sirviendo unas veces determinadas tareas a la comunidad escolar, y otras como criado de otro alumno de familia potentada.
A la par, las escuelas públicas, de cuyo mantenimiento se encargaba el propio ayuntamiento, era el lugar al que, por lógica, asistían los niños procedentes de familias menesterosas. No eran muchos los recursos que el consistorio destinaba a la construcción de escuelas o, en algunos casos, la remodelación de viejos inmuebles previamente abandonados de otras ocupaciones pretendiendo así ahorrar una buena cantidad de dinero a las arcas públicas. Además de la enseñanza elemental se disponían también parvularios para niños a partir de los 3 años. Estos eran los casos de las escuelas de la calle Ramón y Cajal, llamadas también “de la Victoria” por estar éstas construidas en un solar del antiguo convento de mínimos del mismo nombre; las de los Graneros, o la de San Agustín… A las escuelas ubicadas en el centro urbano de la ciudad se añadían otras en los barrios periféricos (Arrabal, Torrero, Casablanca, Casetas, Santa Isabel…) que completaban a duras penas las necesidades de instrucción infantil del municipio. Quienes las atendieron, y en las condiciones en que lo hicieron, pueden considerarse verdaderos héroes y heroínas de la educación: Maestras como Andresa Recarte, Patrocinio Ojuel y Eulogia Lafuente Tejereta, con las niñas; maestros como Marcelino López Ornat, Guillermo Fatás Montes y Emilio Moreno Calvete, ocupados con los varones. Una plantilla, escasa siempre, para transmitir conocimientos y educación a tantos alumnos hacinados en clases que en la mayoría de ocasiones no disponían de las mínimas condiciones de espacio, higiene ni seguridad. Locales en los que se apiñaban en una misma aula niños de edades distintas, con diferentes necesidades, eso sí, separados convenientemente por sexos.
Hubieron de pasar casi cuatro lustros del nuevo siglo para asistir a la inauguración del primer grupo escolar equipado con aulas suficientes para acoger los distintos grados (cursos) separados por sexo: el Gascón y Marín en la entonces plaza de Castelar, la actual de Los Sitios.
Su construcción supuso una verdadera revolución en los planteamientos educativos de la época, dándole la importancia adecuada a la higiene y a los equipamientos de los nuevos centros escolares. Y no solo desde el punto de vista formativo, también en cuanto a la educación física y el recreo de los alumnos. No es de extrañar que fuese del propio patio de recreo, amplísimo y totalmente exterior donde podían jugar y correr a su antojo, de lo que más orgullosos se sintieran los agraciados alumnos del centro y que causaba la envidia de niños de otros centros escolares. Es lógico, pues ¿qué puede interesar más a los niños que el jugar, y si es con los compañeros mejor? La naturaleza humana, en su proceso evolutivo, dota en esta edad, mediante el juego, de la necesidad de interrelacionarse con sus semejantes a la vez que aprender lo que, en la vida adulta, les va a servir para su sustento y el de su descendencia.
Lamentablemente, fuera del ámbito familiar, y sin considerar los grupos que pandilleaban sin control por la ciudad, en los primeros años del siglo XX eran pocas las alternativas de entretenimiento de que disponían los niños en sus momentos libres tras salir de la escuela o, en su caso, de acabar una jornada laboral. La ausencia de parques y lugares de esparcimiento gratuito en el interior de la ciudad determinaba que el espacio de juegos se limitara normalmente al propio hogar y, cuando el tiempo acompañara, a la misma calle donde vivían. En esta podían reunirse con otros vecinos o primos, y así jugar a los “pitos” (o canicas); a la rayuela, pintada en el suelo con un trozo de escayola procedente de algún derribo; al tres en raya y, si se quería correr, a saltar el potro, a las carreras de caballos o al escondecucas, que era como en aquí se le llamaba al juego del escondite. Cuestión aparte era la suerte de tener un padre aficionado al juego del frontón que te regalara una pelota de cuero o, mejor porque hacía menos daño, de gamuza o goma. En este caso, si se encontraba una buena pared cerca (sin ventana), podía disputarse una partida de pelota a 20 tantos, y emular a los grandes campeones que jugaban en el Frontón Zaragozano. Aún pasarían algunas décadas para que un nuevo juego-deporte, el foot-ball (rebautizado por el insigne Cavia como “balompié”) se popularizara en las calles y solares de la ciudad.
Las niñas, en el reparto de roles sociales de la época, jugaban con cocinitas, en las que disponían de un buen surtido de accesorios; con bastidores, agujas y dedal para sus primeras costuras, en cuya práctica se afanaban desde muy temprana edad; y con las omnipresentes muñecas, que vestían con retales sobrantes de sus propios vestidos. Todos estos juegos y aprendizajes se realizaban bajo el techo del hogar, lugar al que indefectiblemente, iban a ser destinadas en el futuro. No por ello, cuando salían a la calle, se quedaban atrás respecto a sus compañeros varones en cuanto a ejercicio físico y de habilidad se tratara. El corre-corre (que te pillo) y, sobre todo, la práctica del salto de la cuerda en sus múltiples variantes, nada tenían que envidiar a las actividades físicas de estos.
Pero si hay unos momentos especiales de diversión en los chavales zaragozanos, y cuya tradición todavía se conserva en cierta medida, estos son los que corresponden a las salidas de la popularísima comparsa de Gigantes y Cabezudos programadas los días de Pilares. Centenares de niños, que toman las calles provocando con sus cánticos tradicionales a sus personajes: “Al verrugón, le picaron los mosquitos, y se compró, un sombrero de tres picos”. Letras por las que los cabezudos se arrancan tras la chiquillería, palo y cuerda en ristre, para vengar tamañas ofensas. Tremenda estampida, terror de los adultos que, por una vez y sin que sirva de precedente, se encuentran al albur de las criaturas.