El Cabezo de Buenavista que dio origen al Parque Grande

Aspecto del Jardín de Invierno, construido en el lugar que ocupó una vieja gravera. Ca. 1918. Fototipia Thomas. Fondos del Institut d´Estudis Fotogràfics de Catalunya
Aspecto del Jardín de Invierno, construido en el lugar que ocupó una vieja gravera. Ca. 1918. Fototipia Thomas. Fondos del Institut d´Estudis Fotogràfics de Catalunya

Discurría una soleada mañana de mayo de 1929 cuando el general Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, y entonces autoproclamado Presidente del Consejo de Ministros inauguraba oficialmente el inmenso parque zaragozano que, a la sazón, llevaría su nombre. Lo haría tras la apertura de un hermoso puente sobre el Huerva, titulado del “Trece de Septiembre” en conmemoración de la sublevación que protagonizó. Por este se accedería al parque desde el tramo final de la entonces Gran Vía. Iban muy adelantadas las obras de urbanización del ensanche de Miralbueno, dentro de cuyas partidas presupuestarias se había incluido la construcción del parque.

Pero no era este un proyecto moderno surgido a la sombra de la campaña “Un parque para cada ciudad” que el dictador había promovido por todo el país. La realidad es que ya a principios de siglo, hacia 1901, el consistorio regentado por Amado Laguna de Rins había planteado la necesidad de disponer para la ciudad de un espacio de asueto que bien podría situarse entre el Cabezo de Buena Vista y el cauce del Huerva. Un parque en el que discurrirían caminos entre pequeños lagos, jardines y plazoletas. Y que, ya de paso y aprovechando el natural “pedestal” de su cabezo, resolvería el problema de re-ubicación de la estatua de Pignatelli, que pronto desocuparía la plaza de Aragón para ceder su sitio al Justicia. De todos es sabido que no fue esa la solución. Tampoco, como quería el ministro Moret, quiso la altura de nuestro Cabezo acoger el Monumento a los Sitios de Querol, que sería dispuesto, y bien por cierto, como núcleo central del gran espacio que albergó la Exposición Hispano-Francesa en 1908. Como todo el mundo sabe, fue finalmente Alfonso I “El Batallador”, quien conquistaría su cima. Nadie hoy podría imaginar el Parque Grande–José Antonio Labordeta sin su vigilante presencia antes aún del acto inaugurativo.

Esta es la historia de un parque, llamado Grande de toda la vida, que surgió en su origen de aquel Cabezo de Buena Vista que visitaban los zaragozanos cuando solo era un promontorio desangelado. Ciudadanos que subían a su cumbre con las únicas ambiciones de admirar desde lo alto su ciudad y su huerta; o de ver algo más cerca los eclipses solares o a los admirados pilotos Garnier y Tixier que, partiendo del aeródromo de Valdespartera, sobrevolaban la ciudad en las mañanas de la “Semana de la Aviación”.

Niño en el camino superior del Cabezo, orillado por dos hileras de árboles y seto, a la derecha el pronunciado talud hasta las huertas. Ca. 1915. Archivo María Pilar Borobio
Niño en el camino superior del Cabezo, orillado por dos hileras de árboles y seto, a la derecha el pronunciado talud hasta las huertas. Ca. 1915. Archivo María Pilar Borobio

Hablar del Cabezo es hablar del Parque de Buena Vista, cuya idea surgió en 1905, cuando el ya mencionado alcalde Laguna de Rins y D. Jenaro Checa, Director del Canal Imperial de Aragón, firmarían el acta de cesión mediante alquiler de 200 pesetas anuales, del “Cabezo de Buena Vista”, elevado promontorio de gravas que culmina su altura en la quinta terraza del Ebro y cae en pronunciadas pendientes sobre las huertas del Huerva. El monte, a finales del XVIII, había sido literalmente abierto en sus zonas sur y oriental a pico y pala por presos empleados en la construcción del Canal Imperial de Aragón. El paso practicado es fácilmente observable para todo el que pasee por él y se fije en los taludes entre los que se encajona.

De antiguo a lo largo del Canal se explotaban graveras de las que se extraían materiales para la construcción. Una de ellas, cerrada en anfiteatro, ocupaba el centro del propio cabezo. La inmejorable orientación y el abrigo de su planicie al siempre molestísimo cierzo la dotaban de un microclima agradable en cualquier época del año, razones suficientes por las que, desde el principio, se eligiera ésta como el lugar idóneo en el que ubicar un “jardín de invierno” al estilo de los vergeles versallescos tan de moda en el pasado siglo. En el resto del monte irían plantándose, entre 1905 y 1914, árboles de gran porte (pinos albares y algunos eucaliptos), otros más ornamentales y setos que orillarían los caminos que discurrían por el mismo. El trabajo era arduo para los peones que se empleaban en los tajos, y peligroso además. Y no solo por los riesgos habituales de tales faenas sino porque, muy a menudo, por encima de sus cabezas discurrían balas de Mauser disparadas desde el campo del Tiro Nacional, que se encontraba inmediato pasada la otra orilla del Canal.

Dos jóvenes posan en una de las escalinatas que descendían “la hondonada”. Ca. 1920. Archivo familia Osacar
Dos jóvenes posan en una de las escalinatas que descendían “la hondonada”. Ca. 1920. Archivo familia Osacar

Aquellos primeros años de cesión a la ciudad el aspecto del lugar seguía siendo muy arisco y poco atractivo para ser frecuentado. La falta de agua provocaba que, los pocos árboles plantados que sobrevivían mostraran un aspecto raquítico. En aras de resolver esta cuestión el nuevo alcalde D. Alfredo Ojeda solicitó presto el empleo de agua del Canal Imperial para riego del parque. Concedida la autorización, en 1906, se concretaron las obras que elevarían la cantidad de 3 litros por segundo hasta un depósito-estanque circular de 200 metros cúbicos (todavía existente) dispuesto en lo más alto de la planicie superior. Gran admiración causó, en aquellos tiempos pioneros del “fluido eléctrico” la instalación, en una caseta cercana a la dársena y al nuevo puente de América, de aquel prodigio de máquina de bombeo salida de la prestigiosa factoría de Maquinaria y Metalúrgica Aragonesa, de Utebo. A gusto debieron pagarse los casi 5.000 duros de la época que costó la inversión.

El oro líquido comienza a convertir todo el paraje en un vergel, crecen rápidamente los árboles y se anima la actividad de plantación de setos y macizos florales. A la par la explanada de la llamada “hondonada” empieza a ser testigo de diversas y eventos. Como ejemplo reseñaremos la primera “Fiesta de las Escuelas Municipales”, por ser ampliamente difundida en prensa. Programada por iniciativa del alcalde, señor Fleta, como homenaje a los maestros, congregó un 1 de abril de 1907 a más de 4.000 niños con sus maestros en una inolvidable jornada al aire libre. Como cada vez que hay niños allí estaban también los cabezudos (esta vez en actitud menos agresiva) con su banda de gaitas y tamboril; también el laureado Orfeón Zaragozano y los propios niños de las escuelas públicas, que desfilaron bajo los estandartes respectivos. El broche de oro lo constituyó la merienda con que estos fueron obsequiados a base de bocadillos de pan con salchichón donados por el gremio de panaderos, bombones y galletas por cuenta de D. Joaquín Orús y Sucesores de Molins, y naranjas. De seguro que muchos de aquellos niños recordarían durante mucho tiempo la velada.

Familia inquilina de la casa del guarda del Cabezo. Ca. 1909. Archivo SIPA. Digitalizada por Rafael Margalé
Familia inquilina de la casa del guarda del Cabezo. Ca. 1909. Archivo SIPA. Digitalizada por Rafael Margalé

Es curioso constatar que, pese a su aislamiento en un entorno poco urbano, durante algunos años tuvo el paraje inquilinos. A mitad de la ladera que bajaba al Canal se encontraba un pequeño edificio con corral anexo que, al ser cedido el monte al consistorio, ocuparía inicialmente el guarda y su familia. Unos pocos años después sería alquilado a particulares que gustaban de pasar temporadas en contacto con ese medio natural. El último en hacerlo fue, en 1913, D. José Ginés, quien animado por la afluencia de ciudadanos al paraje, establecería en el mismo un pequeño merendero a la manera de otros que ya funcionaban en otros espacios naturales de las afueras de Zaragoza: el Caserío Aragonés, en Casablanca; Vista Alegre, en el Cabezo Cortado…

Fue tal el éxito que tuvo con su iniciativa que cuatro años más tarde presentó proyecto para la construcción de un moderno restaurante en la finca próxima, propiedad de D. Alejandro Palomar, con jardines y espacio al aire libre. Con el tiempo, el restaurante “Las Palmeras”, se constituiría como uno de los lugares de ocio y alterne más populares de la sociedad zaragozana. Con su vasto horario de apertura en festivos, de 5:00 a 3:00, igual podía servir desayunos a madrugadores (o trasnochadores) que recenas.

Correría el año 1914 cuando el concejal D. Vicente Galve se propone personalmente acometer la gran transformación del lugar en un verdadero parque, convirtiendo la vieja gravera en el anhelado jardín de invierno. Los tímidos trabajos de plantación dejan ahora paso a la creación de andadores de circunvalación entre setos tan solo interrumpidos para dar acceso a tres parejas de escalinatas que, serpenteantes, bajan los taludes en cómodos escalones. Abajo la hondonada acaba de acicalarse con árboles de poco porte entre los que se instalaron bancos de piedra. En el centro de las dos escalinatas que se orientan a poniente se ha abierto una coqueta gruta a la que no le faltan sus estalactitas y estalagmitas envueltas, en ocasiones, en un manto verde de hiedra. Las pendientes acogen palmitos, madroños y otros arbustos de distintas especies junto con las plantas olorosas (tomillo, romero y espliego) que perfuman el rincón. En la parte superior están ya arraigando los pinos y eucaliptos que con los años acabarían por envolver amorosamente el jardín, convirtiéndolo en un espacio único. A la par, el resto de vaguadas y cordales del monte se equipan, para el buen descanso del paseante, con bancos de piedra a pie de sus caminos rematando la intervención con la instalación de dos equipamientos altamente demandados: Una fuentecilla de agua potable y un evacuatorio.

Posando en la desaparecida gruta de “la hondonada”, María Dorel de Baya, esposa del fotógrafo, y su hija María Luisa. Ca. 1921. Colección Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ
Posando en la desaparecida gruta de “la hondonada”, María Dorel de Baya, esposa del fotógrafo, y su hija María Luisa. Ca. 1921. Colección Luis Gandú Mercadal. Fondos fotográficos DPZ

¡En Zaragoza el que no se oxigena es porque no quiere!, ¡todos al cabezo de Buena Vista! exclamaba un popular periodista en su columna. Mediada la segunda década del siglo era habitual que, gentes de toda condición, coincidiesen disfrutando de tan magnífico paraje. Había quienes tomaban el tranvía de Torrero para acercarse al mismo en ameno paseo por la ribera del Canal. Otros preferían ir directos tomando un autobús que, por 15 céntimos, partiendo de la plaza de la Constitución (actual de España) recorría el paseo, plaza Aragón y Sagasta para, internándose en el fascinante paseo de Ruiseñores, finalizar su ruta en el Canal pasada la harinera. Con tiempo bueno hasta podía hacerse el trayecto en los asientos que se disponían sobre el techo “a la imperial” del vehículo. La línea, que suponemos que funcionaba en días de fiesta, dejó de prestar servicio en 1927 con el consiguiente surgir de voces que reclamaron la ampliación de la línea del tranvía hasta el mismo Cabezo. Incluso, puestos a pedir, hasta Casablanca. La cosa se trató en comisión con la reata de informes previos, que es la manera más adecuada aquí de dar largas a las peticiones populares.

El paso de las gentes que buscaban en verano refrescarse en la cercana Fuente de la Caña; la inauguración, en 1928, del reconocidísimo Rincón de Goya de Fernando García Mercadal y la construcción de una escalinata doble que lo uniría al flamante parque que se estaba construyendo, acabaron por hacer del Cabezo y de todo su conjunto uno de los lugares más populares y concurridos de la ciudad. Desde entonces, cambios ha habido muchos en su historia. Merece reseñarse la importante  remodelación acometida en 1959 en el Jardín de Invierno que, sin alterar su particular trazado, lo dotaría a costa de perder su gruta, de un práctico escenario al aire libre.  En este, desde entonces hasta nuestros días, se ha acogido una buena multitud de actos y eventos de todo tipo, festivos, patrióticos, religiosos y deportivos. La memoria individual de cada uno de nosotros puede dar fe de ello haciendo innecesario cualquier explayamiento.

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