Por qué la plaza del Pilar no tiene árboles

Por qué la plaza del Pilar no tiene árboles. Te lo contamos en esta nueva entrega de nuestro Anteayer Fotográfico Zaragozano.
Plaza del Pilar. Ca. 1898. Archivo Mollat—Moya
Plaza del Pilar. Ca. 1898. Archivo Mollat—Moya

—¡Sí que es grande! —dicen quienes llegan.

—Sí que lo es —respondemos.

—Lo malo es que sin árboles —prosiguen—, que me han dicho que los quitó un árabe que fue alcalde del PSOE.

—No señora. Fue antes.

En el año 40 al Apóstol Santiago se le apareció la Virgen, quien le ordenó que le construyese un templo. Como buen judío y mejor cristiano, Santiago creía que sólo Dios era digno de adoración, pero transigió por ser María quien era y le dedicó un santuario próximo a la muralla de Caesaraugusta.

En época islámica se sabe de un pequeño templo inserto en la barriada mozárabe, es decir, intramuros, cuya planta con el tiempo se extendería, y sobrepasando el muro romano abarcaría el oratorio levantado por Santiago.

Para el siglo XIV la capilla estaba inscrita en el claustro de la colegiata mudéjar de Santa María. En su interior, la sagrada columna era ya objeto de veneración, aunque mediana todavía.

Hasta que en 1640 a  un limosnero calandino que la visitaba para ungirse con el aceite de las lámparas, se le reprodujo una pierna amputada y el milagro hizo del Pilar un fenómeno de masas. Tanto así que se creyó imprescindible alzar en ese mismo lugar una grandiosa iglesia advocada sólo a la Virgen del Pilar, condenándose al derribo a la antigua colegiata.

El cojo recuperó su pierna pero Zaragoza perdió una joya mudéjar. Y no eso sólo, sino que por hacer inmensa la nueva fábrica, allá donde el Ebro impedía el recrecimiento se echó tierra, enronando la última de las arcadas del puente de Piedra y legando un buen marrón a los arquitectos futuros.

Puerta Baja del Pilar. Fondos Kutxateka. Ca. 1920
Puerta Baja del Pilar. Fondos Kutxateka. Ca. 1920

Si bien lo de la regeneración instantánea de la pierna fue definitivo, ayudó también el que los monarcas Austrias viesen la devoción pilarista más conveniente que la vinculada a la catedral de la Seo, epicentro religioso del antiguo reino de Aragón. Hacía sólo 40 años que las tropas castellanas de su abuelo Felipe se habían visto obligadas a invadirnos. Los Borbones romperían todo vínculo real con la Seo, a la que para colmo una bula de 1676 había obligado compartir la sede arzobispal con el Pilar.

Pero de la plaza hablábamos.

El plano de Zaragoza de 1712, perteneciente al Centro Geográfico del Ejército, representa a la nueva iglesia en proceso de construcción y rodeando todavía a la anterior, que no fue demolida hasta el último momento, 1754. Dicho plano muestra junto al templo una gran explanada equiparable a él en extensión.

El germen de la actual plaza del Pilar hubo de ser el resultado de enrasar el suelo romano y árabe, con lo que contuviese. No ha tanto en ese entorno abundaban las puyadas y escaleras, desniveles que se perciben todavía en las calles de Bayeu y Forment.

En definitiva, podemos afirmar que plaza del Pilar lleva ahí lo mismo que lleva la basílica, a la que en 1869 se le añadió la cúpula central, esbozada pero pendiente de acometer por falta de liquidez.

Y al tiempo que se proveía al templo de su mejor encuadre, se expulsaba por las malas a los habitantes de la decena de callejuelas que estorbaban el trazado de la calle de Alfonso I, que una vez abierta dejará al paseante justo frente a la gran cúpula. En adelante fe y comercio irán de la mano.

Los “Almacenes del Pilar”, a los que pertenecía esa esquina, se han mudado ya a la calle Alfonso. Archivo Castilla Moleda. Fotógrafo Cesáreo Castilla Moleda. Fondos Kutxateka. Ca. 1908
Los “Almacenes del Pilar”, a los que pertenecía esa esquina, se han mudado ya a la calle Alfonso. Archivo Castilla Moleda. Fotógrafo Cesáreo Castilla Moleda. Fondos Kutxateka. Ca. 1908

Aquella plaza que conoció Ramón y Cajal, la misma que filmará Jimeno Correas, estaba ajardinada y arbolada, contaba con numerosos bancos de piedra, un evacuatorio (masculino), quioscos de flores y recuerdos y una fuente de vecindad, octogonal seguramente, como sus contemporáneas.

Por el Oeste su límite lo marcaba la elegante glorieta cuadrangular en la que se domiciliaban la delegación de Hacienda y los Almacenes del Pilar.

Su otra punta limitaba con las fachadas de la calle de Forment, que en esa época se prolongaba hasta la contraesquina del templo. Allí, junto a la Puerta Baja, arrancaba la calle del Pilar, por la que transitaba cualquiera que se dirigiese a la Lonja, al Ayuntamiento o a la plaza de la Seo.

El paisaje hasta aquí descrito podría haber perdurado durante dos o tres centurias. No era óptimo para el tráfico rodado pero faltaba mucho tiempo para que los zaragozanos se percatasen de ello. Hubiese llegado a nosotros tan impoluto como los de esas ciudades centroeuropeas que suelen ponderar quienes las visitan.

Derribos en la calle del Pilar. Ca. 1940. Colección J.C. Rodríguez Vicente
Derribos en la calle del Pilar. Ca. 1940. Colección J.C. Rodríguez Vicente

Por desgracia, tras la Guerra Civil el victorioso régimen franquista necesitó de espacios expeditos en los que explayarse, afán que en Zaragoza se concretó en el proyecto de 1938 consistente en un ancho bulevar trazado entre las “murallas romanas” y la Seo.

Fue entonces cuando la plaza del Pilar perdió su arbolado, y con él, sus jardincillos, los bancos, la fuente, los kioscos de flores, velas y recuerdos, y sobre todo, su carácter.

Desde la colocación de la primera piedra del zócalo había soportado las incomodidades del proceso constructivo. Fue testigo de la transición del baroco al neoclásico, de las broncas de Ventura Rodríguez a los marmolistas, del traslado del reloj de la Torre Nueva y del cabreo de Goya, cuando cruzó bufando la explanada poniendo a caer de un burro a su cuñado.

No sólo vital desde el punto de vista religioso, era esencial para la ciudad, en torno suyo despachaban diversos oficios y comercios; tascas, fondas, mesones, colmados, talleres...

Nada que ver con la plaza resultante.

Inspirada en la arquitectura monoacorde que agradaba a los regímenes despóticos al alza, por ella corrían aires integristas. Consagrada de forma especial al clero y al poder, no volverá a ser habitada por el zaragozano común, o albergará a lo sumo la consulta de un rancio médico o jurista.

Ufana a costa de la modestia de quienes desterró, supuso la completa desaparición de las calles del Fin y de la Muela, marchando las pocas vecindades que quedaban en la plaza de Huesca. Una vez allanado todo, en 1952 se construirá adosado al templo de San Juan de los Panetes el convento de las Hermanas Misioneras Eucarísticas.

A la derecha asoma la Hospedería. En la iglesia y en la Zuda no se ha emprendido todavía ninguna actuación. Ca. 1942. Colección Manuel Ordóñez
A la derecha asoma la Hospedería. En la iglesia y en la Zuda no se ha emprendido todavía ninguna actuación. Ca. 1942. Colección Manuel Ordóñez

De este lado de la “cruz de los Caídos” quienes se aposentarán serán las Hijas de la Caridad. Teniendo por vecina de enfrente la Hospedería de la Sociedad Angélica, así como la residencia del Cabildo y el Colegio de Infantes, todos inmuebles levantados entre 1939 y 1952. Luego, mediada la década, se plantará en el espacio intermedio un campo de cipreses y a principios de los 60 se incorporará al conjunto la sede de los Juzgados. Una juerga.

En el otro extremo se borraron del plano las tres irregulares manzanas que separaban la plaza de la Seo. Las calles de Latassa, Bayeu, Forment y Goicoechea quedaron mutiladas o desaparecieron. Se eliminó a su vez la del Pilar, en la que el palacio de Ayerbe, sito entre ésta y el Ebro, entregó su solar al moderno Ayuntamiento. En la otra acera, en 1952 se levantará la nueva sede del Gobierno Civil.

En lo que respecta a la basílica, el arquitecto Teodoro Ríos tras salvarla del hundimiento, empresa que le llevó toda una década, entre 1950 y 1952 acometería la renovación de la fachada que da a la plaza, dotándola el escultor Antonio Torres de la estatuaria barroca que adorna los pórticos y la balaustrada. Como dato, son más o menos los mismos años en los que Le Corbusier firma la capilla de Ronchamp.

A la novísima plaza del Pilar no se le dotó de árboles, previendo la celebración en ella de actos multitudinarios, dándosele la forma de inmensa palangana y resultando sus escalones —aclaro que no es el caso de quien suscribe— un incordio para quien desfila o procesiona.

La plaza intimidaba lo mismo al autóctono que al forano. Los estetas del régimen habían logrado sus objetivos. Su clímax llegaría en 1954 con la celebración del  Congreso Mariano. Inconcebible en su perímetro un pensamiento antipatriótico. Siquiera banal, del tipo “a la camarada Covarrubias el uniforme le hace un culo impresionante”.

La plaza del Pilar en los años 50. Por edificarse los Juzgados. Manuel Coyne. Archivo Histórico Provincial de Zaragoza.
La plaza del Pilar en los años 50. Por edificarse los Juzgados. Manuel Coyne. Archivo Histórico Provincial de Zaragoza.

En 1968, al regalar el Banco Zaragozano a la ciudad el grupo escultórico de Goya, el Excelentísimo se verá obligado a adecuarle un espacio ante la Casa Consistorial, que junto a las estatuas de San Valero y el Custodio romperá la homogeneidad del aburriente rectángulo. Estatuas cuya corriente estética por fortuna distaba mucho de la de las pensadas en un primer momento, pero eran otros tiempos y el certamen de “Maja internacional” prologaba una modernidad sin mantillas.

La profunda reforma de los años noventa devolvió a la ciudad el uso laico y lúdico de su mayor plaza, aligerándole la gravedad y eliminando lo que de ella recordaba a la dictadura.

Todo no se pudo, o no se quiso, remediar, y ocho décadas más tarde las mismas instituciones religiosas siguen disfrutando de su privilegio.

Tampoco se solucionó la falta de sombra, aduciendo que la plantación era incompatible con la necesidad inaplazable de un aparcamiento subterráneo.

Ese sí fue el alcalde melillense del PSOE.

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