Gracias, pero no

Todos sabemos que con el devenir de los años las sociedades se transforman y la forma de concebir el mundo avanza hacia un horizonte más abierto e inteligente… o no tanto. A veces, hay escollos difíciles de salvar que impiden un progreso completo, y uno de ellos es la concepción de la paternidad.

¿Dónde puede radicar el problema en una sociedad que otorga libertad y respeta por igual a quien quiere ser padre y a quien no? Pues que esa libertad y respeto no lo son tanto: no es nada extraño escuchar enconadas diatribas contra quien renuncia a convertirse en padre, comentarios suspicaces acerca de tamaño egoísmo o cuchicheos pestilentes sobre la supuesta falta de compromiso de quien toma esa decisión. Aún más pesimista resulta el panorama cuando todo ese aluvión de críticas proviene no sólo de una generación que se educó en moldes más rígidos, sino también de esa otra nacida al albur de la democracia, el progreso económico y las libertades personales.

Lo confieso, seguramente la decisión de quienes no queremos ser padres resulte antinatural, contraria al instinto de perpetuar la especie, pero juzgarnos tan a la ligera por lo que es una elección voluntaria resulta un error de bulto: ¿acaso necesitamos todos tener hijos para sentirnos realizados? ¿Hemos de procrear para lograr una supuesta felicidad que en muchas ocasiones se troca en pesadumbre? ¿Es que no podemos aspirar a ser personas maduras, responsables, comprometidas y felices si no encargamos el paquete a París?

En ocasiones hay que remar contracorriente y, qué quieren que les diga, me gusta. Me gusta saberme un tipo independiente al que le cuesta plegarse al pensamiento general y no toma sus decisiones basándose en el estruendoso vocerío popular.

Álvaro Cosculluela