Vivir en una cáscara de nuez

Hace pocos días, vi un programa de televisión que hablaban de los precios desorbitados en los que se encuentran los alquileres de las habitaciones por muy bien decoradas que estén.

Precios como 800 y 1.400 euros por habitación. Aunque por 280 euros te la alquilan en un sótano sin ventana, basura por el suelo y de regalo, chinches y cucarachas. Vergonzoso.

Desgraciadamente, nuestro paso por el Covid no fue más que una cortina de humo, donde unos desaparecieron sin su merecido silencio y sin esperarlo, y otros, no saben muy bien cómo seguir adelante tras volver a una normalidad no solo más competitiva, sino menos solidaria. Pero así somos los humanos, una de cal y otra de arena.

Y ahora, al ver este programa, me viene a la memoria cuando en 1998 tenía 27 años y me vi, sin esperarlo, con una mochila sobrecargada de piedras en la calle y con la única compañía de mis improvisadas cajas y un viejo ordenador, del hogar de la creación.

Tuve suerte, si se le puede llamar así, pude dormir en una pequeña caseta de trastos de un familiar que él no sabía que estaba ahí. Dormía totalmente vestido con la ropa y un chaquetón negro de plástico abombado por el extremo frío de su interior. Para calentarme un poco, me duchaba y afeitaba en un gimnasio, hacía deporte para disimular. Y siempre con una sonrisa y ganas de hablar.

Comía un trozo pan y un trozo de manzana, casi mes y medio estuve así. Al final conseguí una habitación por 120 euros, era tan pequeña y estrecha que la puerta golpeaba la cama y mis pocas cajas no me permitían andar por ella.

Recuerdo sentirme vacío, frustrado y bloqueado a nivel mental, como sumido en un shock profundo, durante unos días. Y a pesar de mi edad, era tímido, asustadizo y me sentía profundamente decepcionado por mi no deseada situación.

Finalmente no me creaba otra, comencé a buscar trabajo y como coincidió con la llegada masiva de inmigrantes en cada entrevista laboral me decían: "Por ti, el Estado no me da nada".

Tras tres meses de estar inmerso en un mundo de frustración, y muchos días sin comer y sin dormir, un conocido me indicó que había un amigo suyo en la tienda más grande de ordenadores de la ciudad, en el Actur. Estuve yendo a esa tienda, nervioso y expectante durante tres meses, todos los días, lo hacía andando desde San José, a la tienda y nunca estaba. Al final lo pillé y trabajé tres meses en el taller arreglando ordenadores, sin contrato y con una pequeña propina por mis 8 horas de trabajo, sumando algunas propinas de clientes satisfechos en sus casas y talleres. Esto me permitía pagar mi habitación, comprar algo de comida fría, gastos médicos o guardar un poco de dinero.

Recuerdo gratamente cómo un cliente bien serio en su casa me regaló 50 euracos. Con ese dinero me compré unos zapatos negros y bien cómodos ya que llevaba cartón de caja como suela, y es que estaban rajados y me hacía daño en las plantas de los pies. Aquello fue un día increíble, había tocado el cielo.

Otros clientes me invitaban a cenar o a comer en sus grandes casas mientras ponía a punto sus ordenadores o me llevaban en cochazos cerca de casa, siempre era educado e iba bien peinado. Y al ser horario partido, no volvía a casa y comía pequeñas cosas calientes como media napolitana o un poco de bocadillo, a la vez que descansaba en gran casa.

Finalmente tuve un contrato de trece meses por 630 euros, mucha presión por poco dinero, pero disfrutaba de algo que de otro modo era difícil encontrar. En cambio, cuando volvía a casa, de forma temporal, entraban y salían tres compañeros de piso, que eran emigrantes, españoles, hombres trastornados por malas circunstancias, algunos porque estaban en busca y captura por no poder pagar sus manutenciones, alcohólicos, vagos, drogadictos….

Por desgracia yo he visto cómo alguno calentaba un pedacito de droga en una cucharilla y mojaba un papel de cigarro para fumar o hablaban y gritaban con la neblina de la pantalla del televisor o simplemente los vecinos ponían notas despectivas hacia nosotros en el hall de entrada.

Lo irónico que nadie sabía que yo vivía allí y me llevaba bien con los vecinos. Y aún con dinero ahorrado, no hubo manera de encontrar piso o habitación para cambiarme, decían que era español y no les interesaba. Así sacaban más tajada económica, creo yo. Y cuando había buen rollo, disfrutaba de una merecida paz, cuando no, además de encontrarte nervioso, se producían fuertes discusiones y se terminaban derribando alguna puerta o alguno se llevaba un sartenazo en la cabeza para que se encontrara con su yo interno y se relajara. Era bien efectivo. O simplemente y como ya estaba acostumbrado por experiencia, me encerraba en la habitación para que se calmaran las aguas.

Al finalizar mi pequeño sueño laboral se abrió un sinfín de trabajos basura, infernales y sin contrato, a la vez que seguía formándome e intentaba ahorrar. Pero a causa de los largos tiempos de paro, comía de esta pequeñita bolsa de ahorros y volvía a comer un trozo de pan y un pedazo de fruta durante un tiempo o simplemente no tenía ganas de comer y menos dormir. Sin contar que había perdido mis relaciones sociales. Y aunque parezca increíble, en cuatro años y pico que estuve viviendo allí, nunca pude tener comida en la nevera, desaparecía de su interior y menos comer caliente. Así que comía de lata fría y verduritas de oferta, especialmente porque nadie reponía el butano. Y si se rompía la nevera u otro electrodoméstico no se llegaba a un consenso y la reunión explotaba en un polvorín de discusiones que, gracias a Dios, acababan bien, pero sin solución.

Respecto al resto del mundo de la ciudad, seguía un ritmo más rápido y tranquilo que el mío. Una gran mayoría compraban y se endeudaban con pisos, coches buenos, ropa de marca y unas buenas vacaciones. Fue el boom de la construcción y cuando explotó el mundo, la culpa de todo la tienen únicamente el inepto gobierno de turno y los avariciosos bancos.

Con esto quiero decir que aquellos que mantienen los pies en el suelo, como decía una amiga mía cubana, estamos acostumbrados a sortear, nos guste o no, la no deseada pobreza, siendo invisibles para el resto, sabemos observar por experiencia adquirida la dinámica de las conductas sociales del día a día, creando una extraña habilidad de poder ir saliendo muy poco a poco hacia adelante con mucho sudor y lágrimas.

El resto del mundo debería haber observado cómo el veneno del sobreconsumo y la avaricia por desear lo que no puedes pagar, no entiende de sueños y deseos personales, sino de ganancias o de pérdidas. A la par que bancos y gobiernos nos devoran sin piedad y respeto.

Ya que en la vida, primero se deben cubrir las necesidades básicas o de subsistencia, poder vivir en un lugar adecuado acordé a nuestro dinero, comprar la ropa necesaria y pagar el internet acorde a nuestro salario también. Porque como se demostró al final del Covid, a pesar de haber estado tocando trompetas, timbales, flautines, mimos infantilizados, bailes vestidos con absurdos disfraces, peleas de guantes con ojos y un sinfín de actividades rocambolescas en balcones y ventanas mientras los sanitarios eran amenazados por su dura labor y se desvanecían seres queridos y olvidados en la nada.

El ser humano nunca fue solidario. Prima primero enriquecer su ego y obtener un buen like. Ya que realmente ser solidario es como una cadena de favores. Pero no es ser solidario, yo te ayudo si tú cobras un pago de 500 euros por diez horas de trabajo o te vendo una docena de huevos a casi tres euros o te cobro una habitación a 1.400 euros.

Es ser, defínelo tú si quieres...

Jorge Juan Bautista Solano Amigo