El otro día estuve viendo unos 10 minutos el debate entre Sánchez y Feijóo. Más bien lo observé por curiosidad o simple morbo. No olvidemos que, a veces, por parte de las instituciones, vivimos en el mundo de la información de la desinformación por encima de la realidad de uno mismo.
Aunque también lo hice para ojear por la cerradura del aburrimiento si la puesta de escena se merecía una buena nota o era una simple pelea de niños en un patio de escuela plagada de gruñones y mirones. Sinceramente, no tengo muy claro qué trabajo desempeña el presidente y la gran mayoría de los políticos por el bien del ciudadano.
Tampoco presto mucha atención a lo que ofrecen en su hipotética jornada laboral puesta en inusual oratoria en un conocido programa de televisión. Esto es debido a que generalmente, los políticos hablan y hablan como los vendedores de peines para calvos. Pa naa.
En cambio, lo que más me atraía era la atención de ese programa especial que más bien parecía una pelea callejera con tintes de alto postín. Era el hecho de ver claramente el plumero de nuestro presidente, Pedro Sánchez, cómo interrumpía enrabietado cada una de las breves intervenciones de su oponente, Alberto Núñez Feijóo, sin dejarle tregua para hablar con total libertad y respeto. En cuanto a su oponente y representante del PP se veía muy bien que tenía la lección muy sabiamente aprendida. Especialmente en el arte de picar al torpe contrincante. El pícaro de Feijóo esperaba con paciencia el momento exacto de sacar al inexperto Sánchez de sus casillas. Cuando sentía que era el minuto concreto de poner en juego su estrategia de pesca al aire lanzaba y soltaba con rapidez y soltura, carrete de hilo y anzuelo hacia el nervioso amante de la rosas rojas, con alguna expresión contraria a las ideas del contrincante. Especialmente su apoyo incondicional hacia Bildu y al independentismo catalán. Y zas, la trucha picó de nuevo el anzuelo. Y otra vez, y otra vez…
A pesar de ello, y su falta de experiencia en el mundo de la pelea de gallos por gobernar uno solo el corral; el jovenzuelo de Sánchez, cada vez que interrumpía a su interlocutor, sonreía de forma inmadura e impertinente. Intentaba en todo momento, sin éxito alguno, ser el protagonista de una rocambolesca película cocida desde el punto de vista de su propia arrogancia desmedida, ego herido y su continua caída hacia los infiernos por su inoperancia como gobernante.
Que a veces lo haga yo, cuando hablo en mi rudimentario entorno social, puede pasar, pero que lo hagan personas representantes de sus ciudadanos, es un total despropósito institucional. No olvidemos que pagamos con nuestros excesivos y sacrificados impuestos a sus decenas de asesores de imagen y vendedores de humo embotellado, encargados de enseñarles cómo y de qué manera tienen que hablar. Y parece que no lo han hecho bien.
Si la finalidad del representante socialista era dar cierta credibilidad a la ignorante ciudadanía, la perdió desde el minuto uno, cuando sonrió de forma mezquina, al entender que tenía acorralado a su oponente, olvidándose de los miles de muertos y con secuelas que dejó el covid, de las colas del hambre que se forman a diario en nuestro maltrecho tejido social, de los enfermos que esperan meros trámites como resonancias y curas de sus dolencias, durante meses y años, o de todas aquellas personas que llevan soñando demasiado tiempo por tener un trabajo que les permita soñar con una vida mejor. En esa estúpida sonrisa, yo perdí el interés por escucharle, al demostrar que su ego está por encima de los intereses de los ciudadanos.
En resumen, decidí volver a ver una película y dejarme de escuchar tonterías. Porque yo como el resto de millones de personas de este singular país, somos quienes nos sacamos las castañas del fuego. Y depender de su ayuda es como esperar que un burro sordo sepa tocar con dulzura la quinta sinfonía de Beethoven.
Jorge Juan Bautista