Opinión

ARCO, ellos y yo

Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

ARCO, la feria de naderías y vanidades, que -nada menos que en nombre del Arte- nació en el Madrid de la movida en 1982, me pareció desde el principio, uno de los elementos más insensatos y ejemplificadores del esnobismo contemporáneo. Antes de que se inventara el neologismo “pijoprogre”, trenes repletos de ellos viajaban desde las provincias a Madrid durante los fines de semana en que se celebraba el “evento”, cuando aún no se había creado ese horrible anglicismo y la palabra servía para designar los hechos aleatorios.

Los medios de comunicación capitalinos, estimulados por la lluvia de oro de la publicidad institucional, convertían ese combate entre la pedantería y la banalidad, con el dinero como árbitro, en un acontecimiento digno de figurar en los Anales, pese a que los proclamados artistas pugnaban por conseguir algo parecido a la originalidad, imitando fórmulas cansinas y agotadas desde hace muchas décadas pero que alguien quería presentar como nuevas y, cierto es que, cuando la estupidez resulta tan notable, siempre nos sorprende.

Esta edición -nada menos que 38 años haciendo el oso- el protagonismo se lo ha llevado un ninot del rey Felipe, que habrá de quemar su comprador. De nuevo, confundiendo la originalidad con el comercio, la transgresión con la parida. Es irrelevante ser monárquico o antimonárquico en cuanto a la valoración de la obra. La transgresión existe cuando el autor incurre en el peligro de que su obra le acarree represalias, cosa imposible en la España de hoy y que, como se ha dicho tantas veces, su factor no acometería en Corea del Norte, Arabia, Marruecos, Sudán, Cuba o Brunei. La única posibilidad decente es que el “ninot” jugara con la doble significación; es decir, que pudiera entenderse tanto como una crítica a la monarquía como a quienes hacen del deporte de quemar efigies del soberano una fiesta nacional. Pero el autor -un profesional en el oficio de “jeta progre”- ha dejado claro en otras ocasiones que militaba en el bando de quienes se dicen transgresores.

Evidentemente hay gente que expone, trabaja o promociona ARCO, que no piensa como yo. Y otros que siguen visitándolo inasequibles al desaliento. Bien pensado, ellos son los verdaderos transgresores que, con ánimo surrealista, perpetran gozosos un acto inútil.