Opinión

En lo alto del faro

Con estas palabras que encabezan “La voz del poeta”,  uno de los poemas más conocidos de Miguel Labordeta, quiero rendir homenaje a uno de los poetas aragoneses más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Este año se cumplen 50 años de su prematuro y repentino fallecimiento y, durante estas cinco décadas, han sido pocos los que se han hecho eco de esta poseía comprometida, rebelde, desgarrada y decididamente vanguardista. El mejor homenaje que le podemos brindar es leer sus poemas y reflexionar sobre su visión clarividente de la época difícil en la que le tocó vivir.

Durante su breve estancia en Madrid, a finales de los años 40, y en plena posguerra, Miguel experimenta la mezquina realidad de una España en blanco y negro y de una Europa sepultada bajo los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Así, en “Sumido 25”, su primer libro publicado,  dibuja un paisaje apocalíptico ante el que los “asesinados jóvenes” deben tomar la palabra e iniciar una acción que transforme la fisonomía de las viejas ciudades en montañas azules de luz y amaneceres. Esta actitud combativa toma cuerpo en “Violento idílico”, donde el poeta zaragozano bucea en lo más profundo de la existencia para combatir la soledad, el desamor y el entorno burgués que le rodea. Miguel se pregunta por su propia existencia  a sus “veintisiete años agonizantes” y comprueba desolado que “nadie me dice quién fui yo” cuando se registra sus bolsillos desiertos o se mira con angustia en los espejos. Es, sin embargo, en “Transeúnte central” donde sintetiza su andadura existencial con un decidido compromiso social con esa España que le produce tristeza y que aún sufre las consecuencias de la guerra: “un cero pervierte a los cadáveres sudorosos / de la guerra civil”.

La censura frustró la publicación de algunos poemas -quizás los más relevantes-, que vieron la luz en 1961 con el marbete “Epilírica”. En este poemario Miguel expresa su rechazo a un país que no le gusta: “Esto es un asco. Este mundo nuestro es de lo peorcito en su género” y conmina severamente al ciudadano del mundo en un excelente poema que denuncia la guerra y la violencia, criticando a los políticos que contemplan impasibles la muerte de inocentes desde sus tribunas privilegiadas. Hay que recordar que su hermano José Antonio leyó un fragmento de este poema en la tribuna del Congreso de los Diputados a raíz de la participación de España en la injustificada guerra de Irak: “mataos, pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en una cuna…”

Desde esa atalaya privilegiada, la voz de Miguel Labordeta, al igual que la de otros coetáneos como Gabriel Celaya o Blas de Otero, retumbó desgarrada con el fin de romper las barreras del olvido y de la indiferencia. Porque para el poeta aragonés, la España de los burócratas de la guerra se oponía a la de los ciudadanos de a pie, que acuden cada día a su trabajo y construyen un país desde dentro. Esta es la huella que ha dejado Miguel a las generaciones más jóvenes. Y es que la voz de este poeta comprometido vuelve a estar presente en nuestra en estas primeras décadas del siglo XXI. En Zaragoza hay muchos ámbitos culturales en los que cada semana la poesía se convierte en voz de denuncia contra la intolerancia, la discriminación social o cualquier tipo de injusticia. Precisamente tengo entre mis manos la Antología del décimo aniversario de La Casa de Zitas, una joya poética que agrupa a más de cien poetas y nos demuestra que todavía hay mentes clarividentes que, desde lo alto del faro, contemplan los vaivenes del mundo en estas primeras décadas del siglo XXI y esgrimen el arma afilada de la palabra poética y siguen, quizás sin saberlo, el camino abierto por este poeta incomprendido, audaz y renovador que fue Miguel Labordeta.