Opinión

La psiquiatría forense: de la teoría a la práctica

Una de mis actividades habituales desde hace tiempo, además de ver a mis pacientes, dar clases en la Universidad y divulgar sobre mi especialidad en los medios de comunicación es llevar a cabo una labor diferente, como la de asistir como perito a “juicios” en los que hay controversias y conflictos sobre problemas relacionados con la salud mental. Es lo que se llama técnicamente realizar peritajes o actuar como psiquiatra forense.

El psiquiatra forense es un profesional de la Medicina que asesora e informa a jueces y tribunales en aquella materia en las que es experto, en nuestro caso, en las enfermedades psíquicas y en su posible influencia en el acto que se está investigando o enjuiciando.

Cuando escribo esta reflexión estoy a punto de entrar en la “vista oral o plenario” (que es como llaman técnicamente a los juicios), en una amable y apacible ciudad española.

El asunto, en su origen, no es de mucha gravedad y tendría que haberse solucionado por otro medio, pero como ocurre con frecuencia, una pelea banal entre vecinos ha llegado a un Juzgado Penal y su “señoría”, la magistrada, tiene que poner orden en el asunto y dirimir la existencia de responsabilidades.

Hemos sido citados a las 10.00 horas y, lamentablemente y como ocurre habitualmente, hemos tenido que esperar más de 4 para “deponer”, que es como se llama la ratificación del informe que previamente hemos hecho, y la explicación del mismo a su señoría y a las partes en litigio.

Las largas esperas de peritos y testigos es la norma. Quizá por la saturación de asuntos, quizá por una mala planificación de los señalamientos, quizá por un cierto abuso o menosprecio del tiempo ajeno, quizá porque… no sé la razón con certeza, pero la realidad y la experiencia me dicen que es lo habitual, lo considerado como normal, aunque cualquier persona convendrá conmigo en que no debería tener esa consideración.

Esa espera tediosa, aburrida y sufrida, lejos de hacerse en lugar habilitado para ello, se hace en los pasillos de juzgados y tribunales, donde se mezclan los investigados, los denunciantes, los testigos, los peritos, los letrados. A veces se añaden estudiantes de Derecho que van a hacer prácticas y, cómo no, algunos curiosos, que de todo hay en la “viña del señor”.

La ley dice explícitamente que no puede haber contacto de ningún tipo entre los testigos y peritos durante el acto de la vista oral (juicio), pero salvo excepciones muy excepcionales, valga la redundancia, la ley no se cumple.

Con la salida de cada testigo (generalmente personas ajenas al derecho, y que muchos de ellos acuden por primera vez a una sala de justicia) se producen preguntas, comentarios y cuchicheos que la ley, insisto, prohíbe taxativamente para evitar “contaminar” la marcha del proceso.

Pero como les digo, esto no se cumple y de poco sirve lo que dicen las normas, cuando estas no se practican. De poco o nada sirve lo que expresa la Ley, cuando, en la práctica, o no se cumple, o cuando se interpreta de forma tan peculiar, que se desvirtúa el criterio del legislador en su origen y concepción.

Mucho tenemos que cambiar en España para que en la Administración de Justicia las cosas funcionen de otra manera más adecuada y correcta. Y no todo, ni siempre, es un problema de “dinero”, ni de personal, ni de recursos, sino de gestión básica y de cumplimiento de estricto de la legalidad.

Lo que les he contado es un ejemplo, quizá banal (nada debería serlo cuando está en juego la libertad de una persona); puede que menor (aunque en un número muy elevado casos se convierta en determinante y esencial); no sangrante (según quién y cómo lo mire), pero sí generalizado.

Si en normas y criterios escritos y precisos, establecidos en las leyes procesales con meridiana claridad, las cosas no se cumplen, no quiero ni pensar lo que puede pasar cuando todo queda en manos de la discrecionalidad, cuando no arbitrariedad, del sistema y de aquellos que lo integran.