Opinión

Niebla en el hospital

“Nadie es inútil en el mundo si puede aliviar un poco el peso de sus semejantes”. La cita es de Dickens, un clásico que, por serlo, posee la virtud de ser siempre contemporáneo. Dickens pasaba las noches en vela esperando que Oliver Twist surgiera de las sombras para encontrarse con su creador, como don Quijote con Cervantes. Son las cosas de los clásicos.

Los grandes soñadores, como Cervantes y Dickens, no deben ser juzgados por sus propios sueños sino por los que despiertan en sus lectores. Como todo buen lector intuye, las grandes novelas son metáforas de una relación originaria, la de Dios con sus criaturas. Esta conjetura la indagó, como nadie, Unamuno en Niebla.

En los últimos capítulos Augusto, abatido, está al borde del suicidio. Necesita consejo y decide visitar a don Miguel de Unamuno. Quiere disipar la niebla de su profunda crisis personal. Don Miguel, rector de la Universidad de Salamanca, le advierte que no puede suicidarse porque él, Augusto, no existe, apenas es un pensamiento en la mente de su autor, una ficción, una criatura modelada por la voluntad de su creador, Unamuno. Dickens anhelaba hablar con Oliver Twist. Unamuno lo consigue con Augusto pero, harto de su personaje, toma la pluma y lo sentencia a muerte.

Augusto, mirando a Unamuno, señala al crucifijo clavado en la pared y proclama su último acto de rebeldía contra su autor. Le recuerda que él, don Miguel de Unamuno, no es sino otra ficción, un pensamiento en la mente de Dios y que su sentencia de muerte también será firmada por su creador. Augusto, resignado, se prepara para morir.

Yo, amigo lector, he dejado el hospital. Allí no solo he leído Niebla sino que además he cumplido el deseo de Unamuno: Si al leer una de mis obras tiemblas, lector, no eres tú quien tiembla, soy yo a través de ti. Se lo juro, don Miguel, yo he cumplido con mi parte.