Opinión

Buenos relojeros, excelentes maestros

Decía Antonio Gala que el habla andaluza es un castellano evolucionado y que lo que se tiene hoy por mero dialecto andaluz, con el paso del tiempo se extenderá hasta constituir nuestro español del futuro. Ningún territorio, insistía Gala, superará a Andalucía en creatividad expresiva y en economía de recursos fonéticos. Como mínimo, estas dos últimas observaciones son fáciles de compartir.

Por otra parte, Gabriel García Márquez, Juan Ramón Jiménez y prestigiosos lingüistas, citaré únicamente a José Martínez de Sousa, se han sentido inclinados a transformar el español en un idioma fonético casi perfecto, al reducir al mínimo las diferencias entre lo que se escribe y lo que se lee o se pronuncia. Todos ellos propusieron acabar con algunas reglas de ortografía que martirizan a los alumnos que, por su escaso hábito lector y abuso de aparatos de tecnología de comunicación avanzada, cometen faltas de ortografía que provocan alucinaciones a sus abuelos (quienes tenían el Quijote y la Biblia como libros de referencia).

Ejemplos de las modificaciones gramaticales sugeridas son: escribir “g” para los sonidos “ga”, “gue”, “gui”, go” y “gu”, y cuando el sonido es fuerte como en “gigante”, proponen cambiar la primera “g” por “j”, “jigante”. También propusieron cambiar la “m” por la “n” antes de “b” y “p”, eliminar la diéresis y algunas cosas más.

Si el grupo de Juan Ramón Jiménez lograra su propósito, entonces el de Antonio Gala saldría derrotado, pues la economía de recursos fonéticos de la que hacen gala los andaluces va en contra del acercamiento entre lo que escribimos y lo que pronunciamos. Paciencia y barajar, dice el Quijote.

No nos sorprende que las imágenes sustituyan al lenguaje oral e invadan el espacio social. Se ha dicho que los expertos en avanzados sistemas digitales de Silicon Valley han creado escuelas para sus hijos donde, en las primeras etapas de escolarización, no tienen contacto con sistemas tecnológicos a los que nuestros hijos están tan habituados. Quieren que los niños construyan sus primeras experiencias escolares según el método analógico.

Permítanme un ejemplo de la importancia del aprendizaje analógico tomando como modelo a los relojeros tradicionales. Cuando aparecieron los relojes digitales, a los viejos roqueros les temblaban hasta las pestañas. ¿Qué podían hacer ellos, bregados en tecnologías desfasadas, frente a una generación joven cuyo conocimiento de sistemas digitales era abrumador? Pero a menudo la realidad no es lo que parece, sino lo que es. Igual que el motor eléctrico tiene unas 300 piezas y el de explosión ronda las 3000, también un reloj digital tiene muy pocas piezas comparado con uno analógico. Averiado un reloj digital, se trata de cambiar el componente afectado y problema resuelto. Saber de qué componente se trata se resolvió con un breve y eficaz cursillo. Aprobado aquel cursillo, ¿quién sería capaz de vencer a un relojero que lleva años cazando mosquitos y diminutos tornillos al vuelo con una humilde pinza? Por mi experiencia sé que los buenos maestros siguen empeñados en enseñar a los niños (como en Silicon Valley) a cazar conocimientos como hacen los buenos relojeros.