Opinión

Aragón Zen

Aragón se está quedando para los restos, sin estertores almogávares que se esperen.

En la Edad Media protagonizó con cuatro gatos una epopeya bárbara extraordinaria que asombró al Imperio chino. Se expandió por voluntad propia e interés de la burguesía barcelonesa. Llegó a cotas increíbles de extensión o influencia por su voluntad de poder, cuatribarrando el Mediterráneo. Es asombroso cómo, con su mermada población, cada aragonés de la época se desdoblara hasta ese punto.

Ello también tuvo importantes afecciones y rescoldos. El magno edificio jurídico “standum est chartae”, estar a la voluntad de los otorgantes en un contrato –incluso para laminar el poder real-, sintetiza ese momento Vidal Mayor de nuestra historia. Por otra parte deudor del fuero de Jaca, con gotas de derecho germánico, sobre basamento del Código de Justiniano.

Así, la Corona se edificó sobre la importancia del contrato. Ello supone el necesario mantenimiento de la palabra dada exclusivamente durante la duración del mismo. La institución del usufructo vidual lo convierte en una suerte de renta vitalicia indeterminada.

Aragón como institución no fue zen, no fue espiritual ni producto de una meditación sino una creación contractual en que se respetó la singularidad de cada parte amalgamada, que se quedaban por estar a gusto. Y podían hacer la guerra comercial por su parte, o tener las relaciones con el Islam que creyeran convenientes por necesidad de no invasión como en Mallorca.

La espiritualidad oriental iba en ese momento histórico y aún hoy va por otro camino. Poco preocupada por la acción y la conquista, no atiende reivindicaciones de repoblación, ni preocupación por un vacío que forma parte de la realidad.

En la pintura sumie es más importante lo que revela el vacío en torno a una montaña sagrada, se enfatiza la niebla por ambigüedad. Existe una refinada atención a la naturaleza irregular.

Por ello el poderosísimo imperio chino mongol de los Tang no tuvo ningún interés en conquistar a estos cuatro gatos mediterráneos, sino en recibir embajadores venecianos o aragoneses, ladrones de corazones –de la seda, de la pólvora, de la brújula, de los macarrones y sémola, del melocotón…-.

Los aragoneses de capital importancia en la comunidad bizantina: el Galatasay, palacio catalán, viste los colores de la señera de Aragón. Y desde el Bósforo en días de cierzo se ve la Ruta de la Seda entera.

Quizá en Aragón nos toque ponerse en modo budista, aceptar la negación que la sociedad aragonesa hace de su propia singularidad, seguir por cuatro años más con ese contrato con Madrid que se acaba de suscribir gobierne quien gobierne.

Por tanto, ante el panorama, Aragón más zen. Inacción voluntaria de la que no estarían nada orgullosos nuestros monarcas ni convecinos del siglo XIV.

Lo que nos traerá de bueno la iluminación budista es un compromiso con nuestro territorio y sus ocupantes, su envejecimiento y muerte y mantenimiento de actividad, cada vez más escasa, en nuestras ciudades no contractual, permanente… Nos sacudirá de la PAC, cosa que no ha conseguido nuestra hipotética fiereza y mal carácter para ser dependientes…

Las creencias orientales se basan en el concepto de camino. Aleardeamos de ramal del Camino de Santiago cuando nos falta el más importante: el nuestro dentro de una sociedad con uno propio que no dependa de que modifiquemos el contrato social a nuestra conveniencia, aunque a ello tengamos derecho. Estabilidad en el amor.

Como menciona el checo Kundera, los pueblos grandes –y el nacionalismo español así se siente invocando imperio a la mínima oportunidad- están exaltados por la gloria y su misión universal. Castilla como principal, ergo única, responsable de España por trastamarización. Voy más allá que él, existen pueblos que todos conocemos con pasaporte de Estado que viven en permanente exaltación.

Los pueblos pequeños con importancia histórica mermada o inexistente, incluso por voluntad propia, no amamos nuestro país obviamente por ser glorioso sino porque esté en constante peligro territorial o cultural.

Es por ello que un aragonés, más un pirenaico, siempre debería pensar en un pequeño país para emigrar: California, Galilea o la región argentina de Mendoza sirven.

Porque sentimos una enorme compasión por Aragón, que se traduce en nostalgia.