Opinión

¿Quién le come la tostada a quién?

Es claro y notorio que la ciudadanía está ya cansada del hartazgo demoscópico y de las premoniciones de los medios de comunicación, todo ello encaminado hacia la batalla electoral.  Ahora toca las nacionales, pero sirve igualmente tanto para las autonómicas como para las locales. Hasta tal punto el delirio político ha entrado en un bucle beligerante que, el interés general al que apelan todos los partidos se ha convertido, cueste lo que cueste, en el aseguramiento del escaño aunque sea pactando con el diablo.

Las soflamas que vierten las formaciones políticas apoyadas por las estadísticas que difunden los entes dedicados a las encuetas, han tomado la decisión de decirle al votante cómo debe de comportarse frente a las urnas. La astucia y la argucia que impera en el ámbito institucional van preparando emocionalmente a los ciudadanos que tienen derecho a votar. Más que nada para que, a pesar de obtener resultados postelectorales imposibles de creer, coincidan casi matemáticamente con los vaticinados en la campaña electoral.

Se habla de que votar a unos obstaculizaría a otros; que el voto útil es únicamente provechoso para las clásicas formaciones; unos que quieren recuperar el centro-derecha, otros el centro más a la izquierda, o el centro más centro de los centros, o no sé qué. La izquierda ahora se une, pero después se fragmenta, o se radicaliza… Un quebradero de cabeza para los sufridos votantes.

Entre tanto, la población espera que la gestión gubernamental resultante no juegue con las pensiones, que nuestros hijos no obtengan títulos mediocres con los que no ganarse el pan; que la desigualdad entre comunidades autónomas desaparezca, que la sanidad sea de calidad, que no haya fuga de cerebros, que la inversión en investigación sea prioritaria, en fin, que no se miren a su propio ombligo y velen por España, por el progreso efectivo de la nación.

La democracia no implica que los gobiernos sean pusilánimes frente a situaciones de gravedad, ni que impulsen imposiciones doctrinarias a golpe de “ley”, ni que recorten derechos y libertades fundamentales con medidas populistas. Donde dije digo, digo Diego. Así es como nos tienen acostumbrados a la ciudadanía el vodevil político, fariseos ávidos de poder que les lleva irremediablemente en muchos casos a la corrupción. España no se merece esto. Basta ya.

Y qué rol tan importante ostentan los “comodines”, esas formaciones bisagra de las que pende la estabilidad del país, o ¿quizá la de sus propios intereses crematísticos? El pueblo quiere coherencia, convicciones firmes, que se preocupen de él, que le protejan de la barbarie y que prime el sentido común frente a la demagógica ideología que ensucia lo que toca. En pocas palabras: que los partidos políticos dejen de comerse la tostada entre ellos, porque al final solo quedan las migajas para los que estamos a su merced.

En democracia todo debe pasar por el tamiz de la Constitución. Por tanto, no se puede abusar de la ignorancia de quienes no están lo suficientemente formados en diversos campos del saber. Bien al contrario es obligación inexcusable de los que ostentan el privilegio de mandar, la ardua tarea de orientar en todas sus vertientes, ética y moralmente al pueblo soberano. De otro modo se desnaturalizaría la esencia más íntima de los principios democráticos bajo los cuales todos recibimos amparo. Gilbert K. Chesterton dijo que “no puedes hacer una revolución para tener la democracia. Debes tener la democracia para hacer una revolución”. Tengámoslo en cuenta.