JOSÉ R. GARITAGOITIA, Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público.
En el triángulo de confluencia entre los ríos Vístula y Sola se encuentra Oswiecim, un pequeño pueblo polaco que los alemanes cambiaron el nombre por Auschwitz. Los campos de exterminio allí instalados (Auschwitz I y a tres kilómetros Birkenau, de 175 hectáreas, a pleno funcionamiento desde 1941) son el símbolo de los horrores de la II Guerra Mundial. El 27 de enero se cumplen 75 años de la liberación de aquel lugar en el que más de un millón de personas fueron asesinadas.
La madre de un buen amigo, Ludmila Dabrowski, fue una de las que lograron salir con vida. A costa de un gran esfuerzo, y muchas lágrimas –no le fue fácil recordar tanto sufrimiento físico, y sobre todo moral– a petición de su familia, al final de su vida (falleció en 2012) puso por escrito las Memorias de aquellos años. “Pasado el día de año nuevo de 1945 el Ejército ruso se acercaba cada vez más rápido a Cracovia”, recuerda la autora. “Auschwitz estaba siendo liquidado por los alemanes, quienes sacaban a la gente y destruían documentos. Los convoyes con prisioneros eran dirigidos hacia Alemania. A nosotros nos tocó el último turno de evacuación”. Las ruinas de las cámaras de gas, testigos de la barbarie, permanecen tal como quedaron al desalojar el campo.
Auschwitz es el símbolo de la humillación del ser humano. Allí el tiempo corría despacio, y la vida tomaba un carácter vegetativo. “A fin de huir de esa mortífera rutina, que se infiltraba entre las preocupaciones de las primeras necesidades y constantes episodios de persecución y peligro, terror, maldad, crueldad, había gente que se esforzaba por llevar algo de normalidad a sus vidas”. La memoria de Ludmila rescata el recuerdo de una noche: “ya después de la hora límite, cuando estaba prohibido salir de la barraca, no aguanté mas. Salí. Me paré en un rincón, en la penumbra (…). El aire puro, la luna llena en un dominio del firmamento, y millares de estrellas bellamente distribuidas. La tierra cubierta de un mantel blanco, perfectamente liso… Silencio y paz”. En un mar de sufrimiento, el silencio y la hermosura de aquella noche le fascinaron.
Entonces una pregunta surgió espontánea del fondo de su corazón: “¿Dónde estás tú, Señor mío?” El contraste de las dos realidades, la de dentro de la barraca y la de fuera, era tan llamativo que exigía una respuesta. La obtuvo: “una profunda paz y una seguridad maravillosa afianzaron aún más mi fe”. Fue también la experiencia del psiquiatra austriaco Viktor Frankl, superviviente del campo. En su libro ‘El Hombre en busca de sentido’ escribe: “esa libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, hace que la vida tenga sentido y propósito”.
Años después escuché en Auschwitz-Birkenau otra pregunta existencial, formulada por un alemán. Fue en la explanada donde terminan las vías por las que, desde todos los rincones, llegaban trenes transportando seres humanos destinados a la “Solución final”. Aquella tarde de mayo (2006) Benedicto XVI alzó al viento su voz mientras caía una lluvia fina. “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo solo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”. “Estoy hoy aquí como hijo del pueblo alemán –dijo Ratzinger– debía venir”. La participación en un congreso sobre Derechos Humanos, celebrado aquellos días, me brindó la oportunidad de asistir al histórico acto de recuerdo y oración por las víctimas. Guardo imborrable memoria del momento, compartido con un grupo de supervivientes del horror, ya entrados en años. Algunos vestían los uniformes gris y azul propios del lugar. El rostro y la voz del papa alemán reflejaban el dolor: “con esta actitud de silencio nos inclinamos profundamente en nuestro interior ante las innumerables personas que aquí sufrieron y murieron”.
Los campos de exterminio muestran la gran contradicción de la historia contemporánea: gira en torno al modo de entender la persona. Cuando las ideologías y el poder no reconocen motivos para respetarla, se impone la lógica del dominio, y termina en la autodestrucción del hombre. ¿Qué es en realidad un ser humano?, se pregunta Frankl en el libro antes mencionado. “Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero también el que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”. El punto final de aquel horror, hace 75 años, es ocasión para recordar la dignidad de todo ser humano. Cualquiera que sea su contexto social, político o económico, debe ser siempre respetada y protegida. En la medida de lo posible, también promovida.