Opinión

Tiempo de cambio ante la tribulación

Se dice que de las crisis se sale reforzado. Es evidente que la pandemia que azota a la geografía mundial con el Covid-19 ha cambiado drásticamente nuestras vidas, y hasta nuestra forma de pensar. Ahora quizá no sea momento de depurar responsabilidades y/o reprochar actos desacertados de autoridades e instituciones, turno habrá para ello. El confinamiento en que estamos sumidos invita, además de evitar el contagio, a reflexionar acerca de cuestiones que, por rutina, dejadez o recelo, vagamente habíamos recalado

Frente a situaciones de emergencia social, sanitaria, económica o de cualquier índole similar, hay quienes arriman aún más el hombro, y hay quienes aprovechan la coyuntura para confundir con habilidad la realidad. Son momentos duros donde se pone a prueba la capacidad para obrar el bien, o para ejercitar dolosamente el mal, un arduo combate que jalona la historia desde la Creación. Actualmente nos encontramos con profesionales que siempre han desarrollado su trabajo con diligencia y dedicación, siendo antes probablemente casi invisibles, con una labor callada, sin brillo, pero abnegada. Son en circunstancias extremas cuando realmente somos conscientes de su ineludible necesidad.

Se les tilda de héroes porque demuestran el compromiso adquirido con sus profesiones vocacionales. Sin embargo, en tiempos de calma y tranquilidad les juzgamos, en ocasiones, con dureza al no colmar nuestros requerimientos, un tanto egoístas, con la rapidez y atención que ansiosamente les reclamamos. Y cuando lo hacen, generalmente les falta nuestro agradecimiento porque pensamos que para eso se les paga. Craso error y dura sentencia, ¿verdad? Nuestras sociedades individualistas, tan exigentes e intransigentes, no son muy proclives al agradecimiento, una virtud por cierto que cuesta practicar. Tanto narcisismo nos impide ver, con claridad, que el trabajo de estas y otras personas con ocasión del coronavirus, son el remedio de nuestros padecimientos, de nuestras necesidades y de nuestra seguridad.

Nos encontramos ante un parón forzoso que, a pesar de ser dramático, debemos ver el lado positivo del mismo, pues como un regalo nos invita a reflexionar sobre muchas cosas. Disponemos de tiempo, un bien actualmente escaso por estar ocupados en miles se cuestiones excusables, para hacernos una prospección interior e interpelarnos sobre quiénes somos, qué hacemos, cómo nos movemos y hacia dónde nos dirigimos. La mala gestión del tiempo ha contribuido a que muchas familias apenas se rocen al cabo del día, o hijos que vuelven solos del colegio pasando las tardes frente al televisor, la tablet, el móvil o el ordenador. Matrimonios distanciados por falta de tiempo para comunicarse, rutinas huérfanas de sentido. Vivimos a contrarreloj agobiados por la presión de obtener mayores beneficios frente al temor de perder nuestros empleos. Qué acelerada y ruidosa hacemos la vida, y qué lento trazamos esos momentos de silencio forzosos para recapacitar.

Se ha construido un mundo vertiginoso sobre un manto de arena, frágil, inconsistente, basado en ídolos de barro que han perturbado la mente humana. Así ha sido el abuso del poder, la corrupción política y empresarial, el materialismo exacerbado, la cosificación del ser humano, las emisiones incontroladas de CO2, las guerras fratricidas, la rivalidad entre naciones, la cruenta persecución religiosa (especialmente la cristiana), el odio y el distanciamiento entre culturas, el bienestar desmesurado, el aburguesamiento acomodaticio, las ideologías pútridas que prostituyen las conciencias, el genocidio abortista, los vientres de alquiler, la cultura de la muerte, y toda suerte de ensayos de ingeniería científica que han traído como causa la deriva, el desorden y la ruina de nuestras progresistas sociedades.

Nos hemos olvidado de los que mueren todos los días de hambre, de sed, de enfermedades curables por no querer prescindir de la sobreabundancia de la que gozamos.

La autosuficiencia, el egoísmo y la soberbia humana de este mundo han dado la espalda a Dios, un mundo salido de sus manos que la osadía del hombre ha usurpado. El ser humano se ha erigido en dueño y señor de sí mismo, ocultando sus debilidades y limitaciones, así como rechazando los valores y principios que le dignifican. Nos hemos acostumbrado a vivir como si no hubiera un mañana, sin tener en cuenta que la muerte es compañera inseparable de viaje, que llega sin avisar, un tema que conviene obviar para no enturbiar los placeres terrenales. Con todo, se han contravenido las leyes de la naturaleza, pero la naturaleza que es sabia, porque procede de la sabiduría divina, se ha rebelado.

Un ente microscópico, el coronavirus, que no hace acepción de ricos o pobres, de poderosos o indefensos, ha puesto mundialmente en jaque la grandilocuencia humana, ha doblegado su engreimiento, ha puesto de rodillas su codicia, ha humillado la indiferencia con el prójimo. Pero ante este escenario alarmante, la bondad humana surge concretándose en la solidaridad y apoyo que manifiestan tantas personas. El ser humano posee muchos talentos inscritos en su corazón, tiende al bien porque al bien es llamado, y el bien supremo lo ha creado. Son las pasiones inmoderadas las que le llevan a obrar el mal, y a hacer un mundo cada vez más desequilibrado en donde, inicuamente, pagan justos por pecadores.

Aprendamos la lección en estos días donde el tiempo nos brinda la oportunidad de cambiar, de mirar hacia los demás, de pensar en los enfermos, de estar cerca de sus familias y de sus amigos, para alejarnos de nuestros banales intereses. Esforcémonos en prescindir de tantas dependencias inútiles, y dar importancia al amor, a la caridad, a soportar los unos las cargas de los otros, a humanizar la política, la gestión pública y privada, las relaciones interpersonales, a fomentar la justicia, a compartir y no ambicionar, a comprender y a no juzgar.

Vivamos en la presencia de Dios que es quien nos saca lo mejor de nuestro interior. Acumulemos tesoros para el cielo, destino para el que hemos nacido, mereciéndolo con actos rectos y puros en intención, pues recordemos que polvo somos y en polvo nos hemos de convertir. Nada material almacenado en la tierra tendrá valor cuando seamos llamados a la vida eterna. Amando al prójimo, amamos a Dios, y la felicidad y la convivencia humana alcanzan, de esta forma, una nueva dimensión que otorga plenitud a nuestra integridad y da sentido a nuestras vidas. Entre todos, sin duda, podemos hacer un mundo mejor.