Opinión

La psicodemia

Dice la sabiduría popular que “después de la tempestad viene la calma”, pero mucho me temo que, en esta ocasión, en estos tiempos de pandemia tan complejos que estamos viviendo, el refrán popular no se va a cumplir, al menos de momento.

Después de la “tempestad”, es decir de los datos objetivos y contradictorios de personas contagiadas, ingresadas y fallecidas; de los cálculos sobre posibles rebrotes, según se cumplan los protocolos; de las formas de desescalada de cada comunidad; del número definitivo de bajas sanitarias, etc., no va a venir la “calma”, sino más bien lo que nos acecha es otra tempestad, mucho más silenciosa, menos llamativa, que no va a producir muertes directas, donde no serán necesarios los famosos EPIS para su tratamiento, y que no va a ser portada en los medios de comunicación, pero que va a provocar mucho sufrimiento y dolor.

Me estoy refiriendo a lo que se ha dado en llamar en algunos medios como “psicodemia”. Esto es, un incremento de alteraciones psíquicas, que son consecuencia directa de la tensión emocional acumulada durante estos meses, del obligado cambio en nuestros hábitos personales y sociales, de la preocupación por el futuro laboral inmediato que muchas personas tienen, de la disminución de la seguridad económica de una gran parte de la población y, en suma, producida por la amenaza sobre nuestra estabilidad y calidad de vida que ha supuesto la pandemia por la Covid-19.

Desde el punto de vista médico-psiquiátrico lo que nos ha pasado es, objetivamente, muy estresante si por estrés se entiende toda situación que resulta amenazadora para la vida, salud o estabilidad del sujeto. Pero es que además de ser una situación objetivamente estresante, hay también muchas personas que son especialmente sensibles o vulnerables al estrés, y tienden a interpretar “involuntariamente” los acontecimientos de una forma “distorsionada” en su calidad o cantidad.

La realidad es que hemos sido testigos atónitos y desconcertados de cómo conocidos, amigos, compañeros, vecinos e, incluso, familiares cercanos, en muy pocos días han pasado de disfrutar de una salud plena a enfermar gravemente. Hemos visto a muchas personas que han tenido que ser ingresados urgentemente en los hospitales, cuando no directamente en las UCIS. Hemos visto también a muchos conocidos dejar de ser personas activas y llenas de proyectos y pasar a tener su vida pendiente de un hilo. Y, desgraciadamente, en muchos casos también, los hemos visto morir en la más absoluta y cruel soledad.

Todos hemos sufrido un confinamiento ciertamente necesario, pero tan intenso que nos ha llenado de pánico. Las ciudades han quedado desiertas, la actividad comercial se ha detenido por completo y nuestras vidas se han transformado como si fueran parte de un macabro guion de esas películas de “miedo”, que hasta ese momento veíamos cómodamente en el sofá de nuestra casa, y que nunca creímos que se pudieran convertir en realidad, como así ha sido.

Los médicos psiquiatras estamos viendo ya en nuestros despachos profesionales un incremento llamativo en el número de consultas psiquiátricas, sobre todo de personas muy angustiadas y deprimidas, tanto por todo lo que ya ha pasado, como por el sombrío panorama de lo que creen va a venir.

Algunos nos refieren no ser ya los mismos y haberse convertido en personas desconfiadas y recelosas. Otros nos manifiestan tener pánico a volver a salir a la calle por temor a ser contagiados (el síndrome de la cabaña). Hay quienes relatan sufrir apatía, pérdida de la iniciativa, desilusión, desesperanza, achacándolo todo ello a las vivencias sufridas y al futuro inmediato que se avecina.

Sin premuras, sin agobios y sobre todo sin miedo, les aconsejo a todos aquellos que puedan sentirse anímicamente mal no esperar a una mejoría espontánea y consultar con los profesionales en salud mental.

La mayor parte de los síntomas remitirán ayudados por tratamientos sencillos, pero no es menos cierto que habrá un porcentaje de casos en los que, ya sea por una mayor vulnerabilidad genética, por una mayor sensibilidad emocional, o por otra serie de factores socioambientales diversos, corren el riesgo de afectar seriamente a la calidad, y en algunos casos también y, desgraciadamente, a la cantidad de vida de las personas que los sufran.