VICENTE FRANCO GIL, Licenciado en Derecho.
Nuestra Constitución garantiza el “derecho” -que no el deber- a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la indisoluble unidad de la Nación española. Asimismo, apela al principio de solidaridad entre las Comunidades Autónomas formadas, sin posibilidad alguna de establecer privilegios económicos o sociales entre ellas. Sin embargo, tras más de cuatro décadas de democracia, el panorama coyuntural muestra tal desequilibrio y tal descomposición institucional que, sin lugar a duda, evidencia el desgarro político y el fiasco territorial que está sufriendo España.
Una de las cuestiones relevantes que llevaron a ejercer ese derecho a la autonomía fue descentralizar y descongestionar la administración para acercarla, en sus numerosas vertientes, a la ciudadanía integrante de la Comunidad. Fueron creados parlamentos regionales, consejerías, direcciones generales, subdirecciones, institutos varios, defensores del pueblo… y una multitud de funcionarios que en la actualidad se multiplica por diecisiete Comunidades Autónomas y dos ciudades autonómicas. Esta ingente cantidad de cargos y empleados públicos que abastecen la territorialidad nacional hace sangrar sobremanera las arcas del erario.
En Aragón, incluso, se crearon las comarcas, unas entidades territoriales que redundan y vuelven a multiplicar cargos y empleos; es decir, más gasto innecesario. Pero el colmo de esta disposición geográfica fue constituir más de treinta comarcas, multidividiendo el espacio terrestre aragonés -algo más de un millón trescientos mil habitantes-, ocasionando un frenesí administrativo en el que hasta el perro del hortelano ocupa un cargo o tiene adjudicada alguna función.
Con todo ello, lejos de facilitar la gestión de las competencias transferidas, a los hechos me remito, el Estado autonómico está obstaculizando burocráticamente el normal desarrollo que la sociedad debiera llevar. Los impuestos, que con tanto sudor pagamos los contribuyentes, siguen al alza en detrimento de la consecución de beneficiosos objetivos. La conclusión es clara: los estómagos agradecidos de la clase política y el consiguiente empleo funcionarial fagocitan gran parte del montante presupuestario de ese gran engranaje llamado autonomía.
España, con una población algo superior a los cuarenta y siete millones de habitantes, posee administración nacional, autonómica, comarcal, provincial y local, un dislate al que los políticos, evidentemente, no quieren renunciar. Será quizá por temor de muchos a engrosar, en su caso, las filas del desempleo llegada la ocasión de proceder a la desaparición de ciertos niveles administrativos, pues un buen número de aquellos han hecho de la golosa política su forma de vida acomodaticia.
El Estado autonómico ha generado desigualdad, un inmenso despilfarro económico, descoordinación en sus competencias por falta de eficacia, separatismos, corrupción, manipulación histórica, adoctrinamiento compulsivo, rivalidad desmedida; en fin, un caciquismo cruel y una putrefacción recalcitrante. Incluso en numerosas ocasiones, el Gobierno de turno nacional ha osado premiar a las Autonomías de su mismo color, castigando a las que no lo son con abuso de poder y falta de sentido institucional, primando sus propios intereses en menoscabo el interés general.
Pero ante este fehaciente fracaso existen soluciones constitucionales de reparación. Las Comunidades Autónomas se establecieron en virtud de leyes orgánicas, igualmente que el acopio de las competencias que aquellas pudieron asumir. De igual forma, por medio de leyes orgánicas también podrían revertir al Estado todas las competencias transferidas, o gran parte de ellas, así como prescindir del vigente escenario autonómico territorial promoviendo su disolución.
En una era como la nuestra digitalizada, telemática y en constante avance tecnológico, sobran muchos mostradores, muchas ventanillas, muchos despachos, muchos escaños, muchos gobiernos y mucha sinrazón. Después de cuarenta años de dictadura, con una administración central huérfana de los adelantos hoy existentes, y con un elenco de políticos reducido, donde España se situó en los primeros puestos de las potencias mundiales, los cuarenta años de democracia, con todo su despliegue administrativo territorial, lejos de darnos prosperidad, han arruinado al Estado español doblegando el esfuerzo y el tesón de unas generaciones que apostaron por el respeto a la libertad y por la sensata responsabilidad.
En el proceso constituyente que posteriormente dio a luz a la Constitución, uno de los temas más delicados fue la resolución de las autonomías regionales, pues aquella tejió ciertos compromisos con los hilos de la ambigüedad. Los ecos del pasado pesaron sobre ella en la medida de lo que el poder autonómico futuro podría suponer.
Y lamentablemente, las espadas de la batalla que entonces ambicionaba el poder regional todavía hoy suenan con más fuerza si cabe. El choque brutal de sus aceros afilados por una obsesiva sed de poder hace peligrar la indisoluble unidad nacional y el sostenimiento económico del país, cuya soberanía reside en el pueblo español y no en un buen puñado de charlatanes de feria presas de una alucinógena ideológica tan arrogante como pertinaz.
La certeza de los hechos persuade a la razón, llegando a la convicción de que el Estado autonómico, agónico y delirante, ha consumado definitivamente su tiempo al alcanzar, finalmente, su fecha de caducidad.