JAVIER BARREIRO, escritor.


Nadie que conozca un poco el mundo dudará de que la afición de los españoles por concurrir a estos establecimientos es mayor que la del resto de los habitantes del planeta. La palabra “bar” tiene poco más de un siglo pero su lugar lo ocupaba antes la hoy moribunda taberna. La diferencia esencial es que en éstas se bebía sentado y, muchas veces, se acompañaba del juego y de la comida. Hasta muy avanzado el siglo XIX no surgieron los vasos sino que los recipientes eran de barro –en muy pocos lugares de loza o cerámica-, madera, cuerno, lata, cuero (un recuerdo a la entrañable bota), calabaza, cuerno… El mundo mineral, animal y vegetal, al servicio de los bebedores. El vidrio era caro y, sobre todo, frágil en un contexto en el que la torpeza o la violencia de quienes bebían lo ponía en peligro.

El bar llegó de América a principios del siglo XX y trajo varias innovaciones. Desde el punto de vista de la socialización, la principal fue beber de pie. Aunque se colocaran algunas mesas, se evitaban los paseos de los mozos o mozas para servir las bebidas, limpiar las mesas y atender a las impertinencias de los bebedores; se evitaba el juego –la barra únicamente admitía algo breve y rápido como los dados- y, generalmente, se bebía más deprisa. Y más caro: si en las mesas tabernarias se servía por jarras, en los bares, que también trajeron el vidrio, se pagaba por vasos.

Beber de pie implicaba que el antiguo mostrador -que, como la palabra indica, estaba para mostrar los productos que se ofrecían- fuese sustituido por la barra, que muchos opinan es el origen de la palabra bar y que hoy prácticamente ha desaparecido. Aquella barra recorría externamente el susodicho mostrador y de ella colgaban grandes servilletas de paño. Por extensión, el antiguo mostrador, antes siempre de madera, estaño o cinc, pasó a denominarse igualmente barra y los clientes solitarios solían acodarse allí, sentados en una banqueta, mientras que los grupos solían perorar achuchándose unos a otros, hablando a la vez y tratando cada uno de imponerse con la voz. He escrito que en Aragón hablamos tan alto para imponernos al cierzo pero es muy posible que la afición a bares y tabernas sea otra buena razón.

Los españoles, cuando hablamos de pie en grupo, tendemos a invadir el territorio de los vecinos, hasta empujarlos y acorralarlos. En cambio, en mis viajes he observado que en los grupos de negros, el orador, que también habla a gritos, va retrocediendo, a medida que habla, como tomando posesión del escenario frente a un auditorio, que, por tanto, ya está abocado a escuchar más que a intervenir.

Es cierto que los bares, como todas las cosas necesarias, fueron evolucionando y prestando otros servicios. La moda del billar –antes sólo juego de casino o de casa noble- exigió recintos más amplios y quienes no disponían de ellos recurrieron a los juegos de dardos. Antes se había instalado el entrañable y tan bien concebido futbolín y, por su parte, los propietarios también se aprestaron a complementar los locales con elementos que les producían beneficio: las máquinas recreativas de bolas (nunca supe si se llamaban pinball, zipper, petaco o flipper…), las matamarcianos, las tragaperras, las pescadoras de mecheros y chucherías, las de tabaco y un sinfín de huchas eléctricas para diferentes usos, resumidos en desperrar al usuario.

Sea como sea, tabernas, bares o el más reposado café, han sido los principales lugares de ocio y socialización de los españoles, donde se han refugiado del frío de las casas viejas sin calefacción, han hecho amistades y han sido felices sin demasiado control social. Incluso las organizaciones obreras tenían en las tabernas sus lugares de reunión, fuera de la vigilancia de otras clases sociales.

La gente parece percibir que tabernas, cafés, bares y sucedáneos han sido siempre espacios de libertad y hoy se explica la desazón de muchos españoles que buscan las terrazas aunque sean sólo un pálido sustitutivo de la antigua convivencia y desean que el horrible oxímoron “nueva normalidad” se reserve para los políticos que tan grotescamente han organizado estos desmanes coronavíricos. Si pudiera contestar ¿qué gato casero –los de tejado superviven capados en campos de concentración- aceptaría sustituir su relajada vida por una “nueva normalidad”?

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