Opinión

La manipulación globalista

Desde mediados del siglo pasado, diversas potencias corren una maratón para alcanzar la organización del poder a nivel mundial. Los avances tecnológicos han ido conformando la creación de una macro sociedad globalista, en donde ciertos países han dejado su impronta en determinados campos del saber. Pero como contrapunto a esta globalización objetiva, donde los avances a veces conllevan daños colaterales, ha ido creciendo también junto a ella, como la cizaña, otra globalización perniciosa y subrepticia: la de las ideas.

La ambición humana no tiene límites, sabido es, y como una bestia hambrienta va buscando qué o a quién devorar. Lejos de respetar la libertad individual, la idiosincrasia de los pueblos o el ámbito cultural de las sociedades, bajo el engaño, la manipulación y la dominación, el pensamiento unidireccional y la ideología globalista respaldada por variopintas plataformas, desean someter paulatina y deliberadamente al ser humano, negándole la posibilidad de reflexionar y la toma de decisiones.

Sus objetivos son claros, abiertos y abyectos: doblegar la voluntad, pervertir la razón y distorsionar la capacidad de pensar. Y para llevar a cabo tales despropósitos, es necesario el auxilio de instrumentos de influencia y superioridad. A tal efecto, la globalización inicua hace acopio interesada y sectariamente de la sanidad, de la educación, de la economía y, cómo no, de la influencia mediática.

Por tanto, la ideología globalista hará cuanto esté a su alcance para destruir la conciencia humana y rehacer la historia a su antojo, alienando con sus fábulas postmodernas las mentes lánguidas de los individuos. No escatimará recursos en relegar la autonomía personal para implantar en los mortales un programa estudiado minuciosamente con el fin de robotizar el carácter, anulando la opcionalidad frente a las cosas. En cualquier caso, negará la vía ética y dialéctica como método para afrontar con responsabilidad los problemas. Los intereses lucrativos lo impedirán.

La “nueva era”, el “nuevo orden mundial”, o como se le quiera llamar, anhela privarnos de la libertad, de nuestra propia e intransferible libertad, para que sea el consenso global de un puñado de opulentos totalitarios quien decida por nosotros mismos. O lo que es lo mismo, que un único poder plutocrático dicte desde sus instituciones las normas de conducta y las pautas de comportamiento que convengan según la moral de situación y el contexto útilmente diseñado.

Las soberanías de los estados irán perdiendo peso específico frente a las decisiones de organizaciones supranacionales, como las relativas a la seguridad, a la salud o a cualquiera que incida en el mega-bienestar social. Todas ellas tienen en común que despiden un hedor censor y altamente nocivo. Y digo peligroso porque cuando otros deciden por nosotros qué está bien y qué está mal, deviene la extinción de la dignidad humana dando paso a la esclavitud del descrédito intelectual.

No permitamos que los valores antropológicos que definen la esencia de la humanidad, así como las costumbres más arraigadas de la sabiduría popular y las creencias que animan trascendentalmente el sostenimiento de nuestras vidas, sean subvertidos por la dictadura de las ideas. ¿De verdad vamos a permitir caer en concesiones absolutistas e incluso malthusianas, de quienes se erigen en los neos-fascio-intelectuales de turno, adueñándose de nuestra propia integridad, convirtiéndonos en autómatas como aves de corral o borregos de un rebaño? Rotundamente me niego a contribuir en los errores de las mayorías timoratas. Que cada cual satisfaga su destino, sí, pero que la excreción no salpique.