Opinión

Aragonesxs argonautas: Juan Antonio Bolea Foradada y Ramón Pérez Sanz

El obituario digital no deja de crecer. Este de hoy glosará dos recientes óbitos que en mi interior están profundamente relacionados. Va a ser difícil escribirlo por la relación con la buena cultura y literatura de los hijos de los homenajeados, pero allá vamos, hay que sacarlo de los intestinos.

Los dos eran oscenses, uno con relevancia pública aragonesa y el otro limitada a su localidad natalicia, próxima a la del primero.

Juan Antonio Bolea nació en Ayerbe, localidad cercana a la que llevó en el apellido. Relaciono su imagen pública con las primeras televisiones que llegaron a Berdún, en el momento de la Olimpiada de Munich de las bolsas vintage.

Tras ese acontecimiento deportivo que dio lugar a la obra de arte de la película de Spielberg, la muerte de Franco y la transición fueron después retransmitidas en casi todos los hogares urbanos con música fúnebre de Operación Lucero. Pero también se generalizaron las televisiones en blanco y negro fuera de los bares o teleclubs de cada pueblo aragonés.

Desde el año 1978, y ya en palcolor telefunken comprado a plazos para ver el mundial de fútbol de Kempes y Videla, se vivió con ilusión pero también extrañeza por los emigrados a las ciudades la primera campaña de Suárez al frente de la Unión de Centro Democrática y el referéndum constitucional de las canciones de Jarcha. Porque el coro griego que compelía a que el pueblo hablara… no se dirigía más que a una parte…

Aquí, en Aragón, el Partido Socialista Aragonés fue replicado para bien por un partido semejante a los partidos republicanos, salvando las distancias, de Ortega y Gasset y Marañón con toneladas de legado costista. Por el Partido Aragonés, fundación del juez, profesor y senador Bolea  y especialistas en gestionar estado unitario periférico de origen asturiano pero cruciales aragoneses adoptivos.

Su devenir político le convirtió en el equivalente a Tarradellas, con cultura política de Cambó, como primer presidente de Aragón. Qué estampa para un representante de Cortes.

Recuerdo su timbre poderoso pero modulado, su energía para convencer, su porte de león pero no enjaulado y que yo, como adolescente que empezaba a leer, relacioné con los daguerropitos de las imágenes de Joaquín Costa. Luego está el Aragón sutil de Ramón Acín o Sender, pero es claro y evidente que Labordeta, Bolea y Gastón compartieron fortaleza en todos los cimientos.

La polis que es Aragón está de luto por Bolea y por toda esa generación de intelectuales y no de cualquier ideología, los aragoneses argonautas, a las que debemos esta comunidad que se comporta como ciudad griega, con instituciones en las que se debate, se consensua y concilia con más que suficiente respeto al pasado de uno de los primeros pueblos de la historia en que se instauró el parlamentarismo. Los otros solamente son Islandia e Inglaterra.

El vibrante, positivo y tronante juez Bolea no se quedó en ninguna zona de confort, emergió para hacer un viaje al servicio de la sociedad en que tenía más que perder seguramente que ganar, y como argonauta, su muerte es un pérdida dolorosa por irremplazable. Como lo fue y será la de tantas y tantos protagonistas de su momento histórico. Da lo mismo que toque que se tengan que ir, el dolor como expresión de honor hacia ellos está por esta muerte como estuvo por otras.

Es una muerte homérica en que nos toca como pueblo condolernos para hacerle justicia. Imitando su desaparición con una caída de mirada, mesado de cabellos o gesto de tristeza implacable hasta que la vida nos diga que habrá que seguir comiendo para subsistir sin personas de esa valía intelectual y moral.

Porque los hijos más valiosos y valorados para cada madre son los que tienen que salir y perderse. Como sucedió con Ramón Pérez Sanz en su pequeño mundo, la misma estatura y energía moral del poso de buena educación de Berdún, reproduciendo el de Ayerbe. Localidades unidas por el levantamiento de Galán y García, plenas de historia que aunque no se transmita nos deja poso.

Ramón escribió una monumental y magnífica carta escrita a máquina en el desolador, especialmente para mi madre, momento de la muerte repentina de mi padre en el bar de nuestro común lugar, el de Ramón y mío. Es difícil trasladar qué supone como acto de respeto que alguien te ayude así en la lectura de una dedicatoria, en un momento en que las cataratas del dolor te velan la vista, y vas mal dormido por definición. Vives en ese momento posterior a la Ilíada, que es tu viaje de la Odisea que debes emprender sin consuelo con tus difuntos, para tí vivos solamente en la forma que tuvieron de mírarte, la mala como la buena.

Pero Juan Antonio y Ramón compartían muchas más cosas, sin seguramente conocerse, además de su enorme y titánica buena educación, sobre la que es mejor que nadie aspire ni a empatarles. Transmitían ilusión y energía de buena gente, creían en lo que decían y  hacían, compartían esa mirada de cuidado e ilusión por los que por detrás veníamos, hijos de los momentos televisados o reales que con ellos compartimos. El segundo tenía costumbres fijas de excelente vecindad, era reconocible para los demás en sus escasos vinos tomados con sabiduría antes y después de cenar.

Siempre se dejó abordar para bien, siempre estableció una pausa en que nos dejaba hablar a los menos experimentados, tenía una estatura baja pero enorme en humanidad, los ojos le brillaban alegres y resueltos, miraba con un cariño hacia tu error que desarmaba.

Un líder para bien de su comunidad que mejoró la vida de los que le rodearon, obligaciones y satisfacciones familiares aparte. Esa es la traslación que hago de la figura de Bolea para la polis aragonesa.

Un enorme abrazo a sus familiares en estos tiempos en que acompañar solo se puede así y es imposible devolver admiración a los argonautas. Como tantos lo fueron no dejando sus lugares y su viaje iniciático no salió de Ítaca por decisión igualmente inconsciente.