Opinión

La codicia y el futuro

Enrique Guillen Pardos
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A Florentino Pérez y Andrea Agnelli, presidentes del Real Madrid y la Juventus, les ha durado poco su sueño de una Superliga europea, con seis equipos ingleses, tres italianos y tres españoles como padres fundadores.  En clave de business, intentaban crear una multinacional del entretenimiento de nombre European Super League Company Sociedad Limitada, radicada en España y destinada a cotizar en bolsa.  Para muchos aficionados era un atentado al fútbol tal como ellos lo han conocido y vivido hasta ahora, con el dinero como única ambición.

Después de dos largos años de rumores y amenazas más o menos veladas a quienes dirigen hoy el fútbol en Europa – la denostada y corrupta UEFA, sobre todo –, Florentino Pérez y Andrea Agnelli lanzaron la piedra al estanque el pasado domingo. Era su forma de hacer visible su rechazo a la propuesta de remodelación de la Champions League que el Presidente de UEFA, Alexander Ceferin, iba a hacer pública al día siguiente.

Sus promotores se sintieron despreciados por la UEFA y a toda prisa tejieron este esbozo de Superliga, por ahora de vida más que efímera, como respuesta. Se escudaban en las pérdidas que la pandemia del Covid les ha causado estas dos temporadas: Florentino Pérez habla de 600 millones para el Real Madrid y de 5.000 para los doce clubs fundadores. Por eso, lo primero que hicieron fue asegurar el reparto de 3.500 millones entre esos clubs y los fundadores que se añadieran después, hasta un total de quince.

Antes de que los equipos ingleses se bajaran ayer noche de este barco cabía pensar que el conflicto entre Superliga y UEFA se saldaría con una negociación económica entre las partes. A quienes rigen el fútbol europeo y mundial les gusta dirimir sus problemas al margen de los estados y los tribunales, algo así como “lo que pasa en el campo se queda en el campo”, del código de los futbolistas. Como el problema más inmediato era de dinero, cabía pensar en una mayor financiación de la UEFA a estos grandes clubs, varios de ellos muy endeudados y con últimos balances contables muy malos, como Juventus, Barcelona y Real Madrid.

Parecía más que sorprendente que esta neonata Superliga tuviera recorrido para empezar en la temporada 2021-22, como habían anunciado. Sobre todo, porque el Gobierno de Boris Johnson había avisado que harían imposible esta iniciativa, que nada en dirección contraria al Brexit. Sin el Big six inglés, la Superliga nacía muerta y las aficiones de estos clubs la sentenciaron ayer manifestándose en la calle como presión a sus dirigentes. Nebuloso tenía que ser el futuro de una iniciativa apadrinada por dos clubs del denigrado Sur de la eurozona – España e Italia – y a la que no se sumó ningún equipo francés ni alemán, los dos estados y naciones que gobiernan la Unión Europea.

Vista en la lógica del capitalismo global, donde reina la codicia de los grandes conglomerados ante la ausencia de una gobernanza pública consistente –por tanto, de leyes que acoten su campo de acción y defiendan el interés público –, la idea de F. Pérez y A. Agnelli parecía imbatible. Ellos veían un mercado de 4.000 millones de aficionados al fútbol que solo se activan en los grandes duelos de la Champions, mientras decae su interés por los demás partidos – con la excepción de los Madrid-Barcelona –.  Y, además, temían el creciente desapego de los jóvenes que prefieren e-sports, videojuegos, series u otra de las ofertas digitales a su alcance – según una encuesta previa encargada –.

La cuestión es si el fútbol ha llegado a ser negocio solo por su atractivo como juego y espectáculo o si, por el contrario, lo que lo ha hecho tan grande es el vínculo emocional que cada equipo ha establecido con sus seguidores. Parece claro que, sin este componente de identidad personal y colectiva, los equipos de fútbol pierden valor como empresa e industria. Basta ver lo que cada semana se repite con el Zaragoza: en Segunda División y con un juego nada atractivo de ver, sigue dando unas audiencias televisivas superiores a la Real Sociedad o el Bilbao – y a todos de Primera, salvo los seis más importantes –.

Además de negocio, el fútbol profesional mantiene una enorme dimensión social y política.  Aunque no les guste a sus promotores, la Superliga difícilmente podía vivir contra la opinión de Macron y Merkel, por más tibieza que mostraran los gobiernos de Sánchez y Draghi. De hecho, ha bastado que B. Johnson insinuara a sus clubs un cambio legal sobre la propiedad de esas entidades – el llamado 50+1 de Alemania – para que los oligarcas del Chelsea, City y United se hicieran a un lado. En el caso español, llama la atención que Laporta y Pérez, dos presidentes recién elegidos, no plantearan esta propuesta en su campaña electoral y se hayan apropiado de una decisión que corresponde a sus socios.

Ya se sabe que la Ley del Deporte permitió a Real Madrid y Barcelona seguir siendo sociedades deportivas, sin convertirse en sociedades anónimas. Gracias a eso, los dos han llegado a presidentes sin poner ni un solo euro, solo con el voto de sus socios, y gobiernan esa sociedad sin jugarse su dinero. Al reservarse esa decisión, han actuado como los dueños de los demás clubs, que sí han comprado los clubs con su dinero y se lo juegan en su gestión. Si se trataba de crear la NBA del fútbol, conviene tener claro que este Barcelona o Madrid no podrían participar en la NBA original porque no son sociedades anónimas. Así que, a lo mejor, el Gobierno español debería pensar en modificar esa ley, de forma que quienes quieren reducir el fútbol a puro capitalismo global deban ser sociedades anónimas. Así Pérez y Laporta deberían lograr el apoyo de sus socios para esa transformación que pondría esos clubs en manos de quien más pagara, quitándoles a los socios el poco control que ya tienen sobre el club de sus amores. Quizá entonces Florentino Pérez no fuera tan atrevido. O, en todo caso, debería quitarse la careta.

En este año largo de pandemia hemos visto cómo han cobrado nueva vida formas de solidaridad que han sacado a la luz lo mejor de nuestro ser humano. A la vez, la debilidad de nuestros valores éticos y la fuerza que hemos dejado tener al individualismo han activado también el lado depredador de este capitalismo asocial. Nos dominan la fiebre del dinero y la desigualdad social que aquella produce. “La codicia no es el futuro”, ha dicho la exjugadora del Olimpique de Lyon, máxima goleadora de la Champions femenina y ganadora de esa competición en cinco ocasiones, Ada Hergerberg . Ojalá no lo sea, pero de momento guía nuestro presente.