Opinión

Héroe o villano

Decía el conde de Romanones que no le importaba que sus oponentes hicieran las leyes, siempre que él se ocupara de los reglamentos. Con parecida intención, Ernest Hemingway no ponía reparos a que otros eligieran los nombres, si él colocaba los adjetivos. Y Álvaro De La Iglesia, redactor jefe y después director de La Codorniz (además de voluntario de la División Azul), prefería no cambiar el nombre de las calles a demanda del partido político en el poder. Le bastaba con dejar un espacio en la placa donde pudiera añadirse “héroe” o “villano”, “santo” o “impío”.

Tanto los estoicos de la Europa antigua como los taoístas de la vieja China reclamaron libertad. Pero no la ansiaban en el sentido, habitual entre nosotros, de sopesar alternativas y elegir, sino como los discípulos fidelísimos de las religiones monoteístas, que no exigen libertad para elegir, tan sólo para obedecer la voluntad de Dios.

Si la renuncia a elegir fuera muestra de libertad (algo difícil de negar), algunos quieren ver en la renuncia el anhelo de ser guiados por un tirano. Ese deseo de obedecer, o de no obedecer mientras se espera al “gran líder”, se da tanto entre los devotos creyentes como entre sus feroces adversarios.

Se diría que hoy, en las sociedades modernas, se espera un líder que desbroce la maleza a medida que nos guía por una selva impenetrable y misteriosa, con la esperanza de alcanzar una tierra prometida. Donald Trump sería un ejemplo en los Estados Unidos, aunque por aquí no faltan candidatos.

Y es que, para mortificar nuestro orgullo, el ser humano parece desear otras cosas antes que la libertad, como comida para alimentarse o un lugar para vivir.