Opinión

El umbral de la dignidad humana

La consejera de Sanidad del Gobierno de Aragón opina que merece la pena trabajar en la ley de la eutanasia porque garantiza un derecho, como es el de morir dignamente. Asimismo, considera esta ley muy progresista, quizá porque en un avanzado siglo XXI solamente está legislada, atendiendo a su contenido, en siete países de todo el mundo, incluida España, pues en el vil arte de estimular la cultura de la muerte, la izquierda radical ha destacado siempre por ser súper progre.

Por más adelantos científicos que el hombre pueda alcanzar, seguirá siendo un ser débil y vulnerable. Desde su concepción, su vida acontece bajo un régimen de limitación continua; es decir, sufrimiento, dolor, necesidad, desequilibrios, temor, un elenco de adversidades con las que tiene que convivir y enfrentarse. Ante este escenario, ¿pesimismo o autosuficiencia? Se puede afirmar con seguridad que existe un espacio donde la mediocridad sea retada, plantar cara a la estupidez. La fuerza de los vulnerables reside en fomentar las virtudes, huyendo de la cobardía y del miedo.

A medida que el tiempo avanza haciendo mella en la historia, la trayectoria evolutiva del hombre disputa celosamente una lucha continúa entre lo bueno y lo perverso, entre el error y la verdad. Se trata de una inquietud que conjuga las mociones más íntimas de su ser, con la objetividad más realista de las cosas. Esta pugna interior por descubrir el recto sentido de la vida y la justa finalidad de los actos, en ocasiones perturba y eclipsa la toma de decisiones que, para bien o para mal, traerán como causa aciertos o infortunios.

Entre todos los seres vivos de la Terra, solo el ser humano es persona, dotado de inteligencia y voluntad, con capacidad para decidir, cuya libertad le permite deliberar para alcanzar la felicidad mediante el ejercicio del bien. De ahí se desprende que la esencia más profunda de su ser, su dignidad, mucho más que un cúmulo de células biológicas efímeras, se sitúe por encima de cualquier sistema métrico al no ser susceptible de tasación ni peritaje. El ser humano es un sujeto de derechos y no un objeto de tráfico mercantil, ni por supuesto un título de propiedad dominable y manipulable.

A tal efecto, las ideologías radicales de la izquierda más enrojecida, hueras de sensibilidad moral y comandadas por Caín, gozan de un privilegio sanguinario otorgado por el subversivo e inquietante contexto tercer-milenario: acotar tangiblemente un bien jurídico de máxima protección como es el de la vida. Los ataques masivos a la misma son una amenaza constante a los derechos humanos o naturales, entre los cuales no está incluido, por cierto, el de la muerte. De esta forma, la convivencia democrática corre el riesgo de convertirse en una sociedad insalubre en donde el ser humano llegue a ser un producto manufacturado; es decir, rechazado, excluido, marginado y eliminado.

El derecho inherente e inalienable de la vida se concede o se niega en virtud de votos parlamentarios, de la voluntad de una parte poblacional. Por tanto este derecho deja de estar fundamentado en la “dignidad humana”, pues queda subyugado a la voluntad del más fuerte numérica e ideológicamente hablando. El Estado convertido en un tirano, deja su rol protector ya que no obedece al principio de igualdad, arrogándose la disposición de la vida de los inermes e indefensos, amparándose en argumentos eufemísticos, en un maridaje letal que condensa altos índices materialistas y copiosos sesgos utilitaristas.

De esta forma, la cosificación humana cobra sentido de ideal democrático y, bajo la apariencia legal e inicua, se blanquean y se justifican actos delictuales reprobables por la ley natural. Por ello no es novedoso que en nombre de los derechos humanos se conculque la dignidad humana, aquella que debiera zafarse de estándares paramétricos y de especulaciones abusivas. La dignidad es la misma en cada ser humano, y no merma aunque haya algún déficit físico, psíquico o sensorial, porque no es cuantificable ni calificable, a pesar de las soflamas de los soberbios que se retuercen entre el odio y el rencor.

Las heladas de la indiferencia y las tempestades de la persecución, amargamente, han ensalzado la sinrazón que yerra y golpea impunemente de nuevo. La actualidad está sembrada de “no prejuicios”, porque buena parte de los orates parlamentarios ya no tienen juicio, ni siquiera corazón. Debemos luchar contra el error, la mentira, la ignorancia y la mala fe. Debemos ser intransigentes frente a políticas sectarias, excluyentes y degradantes. El relativismo que nos envuelve, esa blasfemia contra los valores humanos, ha hecho que la razón actúe en vacío, sustrayendo por completo el sentido común que debiera animar nuestra vida.

Recordemos que la conciencia es intérprete de una norma interior y superior, pero no creada por ella, en donde los humanos obtenemos respuesta para nuestros actos. El humanismo sin dimensión transcendental exalta el vicio y envilece los principios. No caigamos en una sociedad permisiva en donde se garantiza la promesa de libertad manipulando al ser humano, así como resolviendo la abolición de la autoridad en una sofocante y engañosa tiranía.