JOSÉ LUIS LABAT, Periodista.
De madrugada los gritos en la calle suenan como un auténtico exabrupto. Se lo tendré que explicar a algún compañero de profesión, en cuyas crónicas parlamentarias de las Cortes de Aragón, suele hacer referencia al término, para hablar de la diferencia de criterio entre las distintas formaciones políticas. Y me voy a explicar.
El caso es que llevo varias semanas, y como yo mis vecinos del entorno de la plaza San Felipe, teniendo que soportar a altas horas de la madrugada, de manera habitual los jueves, viernes y sábados, momentos de ruptura de la paz y del silencio nocturnos. O lo que es lo mismo, sufriendo interrupciones involuntarias del descanso o del sueño reparador. Toda una gracia, lo puedo asegurar.
Y es que algunas de esas voces chillonas, masculinas y femeninas, responsables y causantes del ruido con nocturnidad, ya resuenan familiares, por reconocibles de momentos anteriores. Lo cual abunda en la consideración de que la repetición de los actos no es inocua. Y que, según su naturaleza, puede convertirlos en virtud o vicio.
Por si existe alguna duda, afirmo categóricamente que estamos en el segundo de los casos. Y con un matiz muy marcado de excesivo, sin control. Añada usted mismo la sustancia en cuestión… Eso sí, el exceso hace perder el sentido de las cosas. Y lo que es peor, el control de uno mismo, de las emociones, y de la existencia. Un cóctel de lo más peligroso, por explosivo.
Pues bien, de semejante magma incandescente procede el griterío que nos afecta y ocupa. Y de aquí surgen también episodios de violencia entre personas, hacia el mobiliario urbano o la propiedad. Estos tres ámbitos de la realidad constituyen la manifestación palpable de un fenómeno al que no se puede dejar de prestar atención.
Y menos aún reducirlo a una pura cuestión de leyes. Aquí hay algo más. Y por eso el título de esta tribuna. Lamentablemente, el grito sustituye a la palabra. Y su poder se convierte en avasalladora fuerza que coarta, cuando no cercena la libertad del otro.
Como sociedad nos conviene recuperar el poder de la palabra y de la voz tranquila. Esa capacidad para expresar discrepancias o anhelos, pero siempre desde el respeto y el convencimiento de la necesidad de búsqueda permanente de la verdad. De apertura existencial y sensorial, de hondura y de proceso. Porque somos en camino. Pero hay caminos que no conducen a ninguna parte, salvo al precipicio de la decadencia.
En más de una ocasión, he albergado la sensación de asistir a un momento de la historia que reproduce, de forma acentuada, experiencias de cierre o final de época. En ello parece que estamos, más bien dispersos. Pero sin atisbar una transición adecuada, hacia un horizonte nuevo que motive nuestro ser en marcha hacia la plenitud.
Por eso la metáfora del camino tiene su poder. Aunque para poder, el de las palabras.