Opinión

Autonomías, envidia a los franceses y el Marqués de Sade

Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Desde que cabezas privilegiadas proyectaron una Constitución con un demencial reparto de provincias y regiones, bien asentadas y aceptadas por una inmensa mayoría desde 1833, convirtiendo a España en un “Estado de las Autonomías”, he pensado que deberíamos haber copiado a Francia, que también acoge a vascos y catalanes, sin mayores derechos históricos que los de Auvernia, Normandía o el Franco-Condado. Evidencias como que los derechos no son de los territorios sino de los ciudadanos no han tenido cauce alguno. Ese “Estado de las Autonomías” –el sintagma ya repele- se vendió durante décadas con la misma desfachatez con que se publicitaba la fortuna de contar con un rey maravilloso, con lo que una mayoría lo aprobó en 1978, como aprobaba los referéndum de Franco y, por entonces, hubiera aplaudido cualquier otro engendro exhalado con botafumeiro y a machamartillo por todos los medios de comunicación, subvencionados y cómplices, como lo fueron los del dictador gallego.

Este ejemplo de un sistema político como el francés, país que suele ponerse como espejo de virtudes democráticas y que teníamos tan cerca para copiar, me ha deparado una envidia insana y verdosa, que no hace sino incrementarse cada vez que Francia defiende con ardor su lengua y su literatura mientras aquí se nos adoctrina con las maravillas de los dialectos y hablas locales y se deja que media España excluya el español de su sistema de enseñanza. Para colmo, el cacicazgo local proclama y hace oficial con el apoyo del gobierno central la denominación en lengua sobrevenida y que nunca tuvo cultivo escrito, de localidades que siempre gozaron de su compartido y sonoro nombre en español.

Todo esto viene a cuento de que el gobierno francés ha decidido adquirir el manuscrito original de “Las ciento veinte jornadas de Sodoma y Gomorra” del Marqués de Sade, de rocambolesca historia, en la que se incluye su robo y desaparición. Al aparecer en una subasta, el gobierno de Macron decidió considerarlo de interés nacional y convocó a los empresarios para que, a través de beneficios fiscales, donaran los 4,55 millones de euros -cantidad más bien irrisoria que aquí se gasta en cualquier pendejada- y el manuscrito reposara en su destino natural: los archivos de su Biblioteca Nacional. No puedo dejar de recordar que en la nuestra, los manuscritos desaparecen -y hay alguien que se los lleva- y una de sus directoras, Rosa Regás –debe citarse la identidad para su oprobio- quiso eliminar la estatua de Marcelino Menéndez y Pelayo, el sabio más indiscutible de nuestras letras, porque sus ideas no coincidían con las de quien fue secretaria en Seix Barral.

Cuando a un Jiménez, los locutores deportivos lo llaman ya Yiménez, a un Carlos, sus amigos lo convierten irremisiblemente en Charly, nombre de un perro en los tebeos americanos, y al canónigo Pignatelli y su parque, una caterva de ignorantes con pujos de poliglota los convierte en “Piñateli”, no queda sino cerrar el kiosco –palabra turca- de profesor de lengua y literatura, ponerse un nombre que a ellos no les suene a rancio españolismo -Xavi o Chabier, por ejemplo- y esperar la subvención exigible a las lenguas perseguidas.