Opinión

Resistir en un mundo distópico

Viene de lejos decir que la naturaleza es sabia, sin duda, pues ha salido de la sabiduría de Dios, aunque esto no se conciba claramente hoy dado el ambiente terco y pagano que se prodiga. Paradójicamente, el ser humano hecho a imagen y semejanza de su Creador, es el único animal terrenal que, en virtud de su racionalidad, es capaz de alterar las leyes preestablecidas orientadas a su conservación. Asimismo, haciendo uso de su libertad puede causar su autodestrucción y, cómo no, la del medio que lo rodea.

La historia muestra la existencia humana entre hostilidad, prosperidad, escarnio y satisfacción. En ocasiones, la oscuridad mental advierte borrosa la visión de futuro, ralentizando el paso del tiempo, poniendo freno al avance social positivo. En otras, la avenencia al curso lógico de la sensatez operativa hace florecer aspectos cruciales de la vida humana. Como es notorio, el hombre gestiona su responsabilidad coyuntural desde una perspectiva diametral, diversa y, con frecuencia, paramétricamente compleja.

Habiendo sido creados para la vida, y para dar vida, somos capaces de sentenciar, con frialdad e indiferencia, nuestra propia condena de muerte. La cultura del descarte (abortos, eutanasia, etc…) ha fanatizado el egoísmo más tendencioso. La humanidad languidece anestesiada frente a un poder que oculta la verdad y aplaude el error. De ahí que el desequilibrio social resultante corroa el ánimo, pudra las conciencias y encomie la autocomplacencia. En fin, se juega a ser como Dios pero ocultándolo, por soberbia, declinando con ello las predeterminadas y auténticas reglas de juego.

Los límites de la ética y de la moral humana se han vulnerado. La manipulación genética corona la cima de la depravación más subversiva. El concepto antropológico del hombre sucumbe ante un corrompido antagonismo ideológico que menoscaba su razón de ser, quebrando con ello su esencia identitaria. La institución legítima y natural de la familia ha sido usurpada por una doctrina viciada, laxa, frívola. En el orden educativo escolar, consignas de color globalista y supremacista proyectan aleccionar a los alumnos bajo el yugo obsesivo de la tutela estatal. Con todo, la salvaguardia del planeta adolece de mecanismos idóneos que depuren las heces ideológicas de la cloaca en la que, deliberadamente, nos han sumido los poderosos.

La ambición ciega, la codicia ensordece y la falta de humildad trastorna. No somos plenamente conscientes de nuestra inconcusa muerte, porque la hedonista y vigente moda cultural la eclipsa. Olvidamos, incluso, su otra compañera de viaje, nuestra fragilidad. Por ello, pensamos más en tener que en ser, razonar menos para derivar en mediocridad. Un virus paraliza el mundo, devasta la vida, trunca ilusiones…Mañana ¿qué será? Y a pesar de los acontecimientos, la limitación e indolencia humana se engríen anhelando más poder para controlar la vida de los demás. La destrucción urde sus inicuos planes entre los pliegues de una idolatría progre, justificada, retorcida y temerariamente vanguardista.

Aristóteles decía que el hábito del bien obrar lleva a la virtud, al dominio de sí, y en consecuencia, a la seguridad y a la paz. Tras esta declaración tan docta como reflexiva, hoy, individual y colectivamente nos podemos preguntar, ¿tenemos paz?, ¿y seguridad?, ¿virtudes?, ¿principios que promuevan la dignidad humana? Podemos temer las respuestas, sí. Pero la solución, que siempre la hay, quizá consista en confiar más en la Providencia que en la ciencia, quizá en observar rigurosamente la inherente e intrínseca naturaleza de las cosas y, por tanto, obrar en consecuencia.