JOSÉ IGNACIO MARTÍNEZ VAL, Director de Martínez-Val Abogados.


Tengo un muy buen amigo de izquierdas (y mucho de izquierdas que diría aquel) que me dice que soy de derechas. Y no sé por qué, pero me parece que no me lo dice como si fuera algo bueno del todo. De todos modos, es algo normal en gente de izquierdas. No se lo tengo en cuenta. El problema que tengo con eso, y creo que nos pasa a más de dos, es que no me siento “de derechas” entendiendo ser de derechas como conservador, cristiano-demócrata o tradicionalista pero tampoco “de izquierdas” entendiéndolo como lo que hoy es la izquierda. ¿Qué soy entonces?

Pues bien, parece que el otro día obtuve una respuesta bastante simple a esa duda existencial. Lo que realmente soy es una nueva categoría ideológica-política en la que creo que estamos unos cuantos: un progre de los 90. Hace 25 años simpatizaba mucho más con lo que era el centro-izquierda que con el centro-derecha pero hete aquí que en estos últimos lustros el centro-derecha ha asumido muchas de las ideas progres tradicionales y la izquierda, en general, ha pillado carrerilla, ha metido la directa sin frenos y allí donde gobierna nos quiere llevar hacia un nuevo mundo donde todos somos felices, guapos y clónicos.

Reconozco que no me he sumado a esa odisea hacia la nada. Prefiero un mundo más imperfecto donde la gente ensucia, dice tacos y hasta improperios y hace más o menos lo que le sale de las narices sin mucha culpabilidad y sin una verdad oficial.

De hecho, hace ya mucho que escucho y leo, atónito, multitud de comentarios, propuestas, leyes y medidas en general de izquierdas que a un progre de los 90 como yo le parecen ausentes de lógica y necesidad. No sirven para arreglar el supuesto problema que pretenden resolver, atacan y pretenden controlar las almas de la totalidad de la población y quieren (o dicen querer) cambiar las cosas a pesar de que si se reflexiona un poco, es fácil ver que en realidad esas cosas van a quedar igual o peor, habiendo removido en el camino, además, ciertas cuestiones firmemente establecidas y claras desde que íbamos cubiertos de pieles (como que, por ejemplo, al nacer el hombre tiene pene y es de sexo masculino y la mujer vagina y es de sexo femenino), lo que siempre genera tensión y conflicto, y gastado varios millones de euros para nada. Un ejemplo de esto es el reciente y flamante nombramiento de una (literal) embajadora en misión especial para la política exterior feminista. Toma ya. Debo reconocerles que no sabía si llorar o reír cuando lo leí. Nunca pensé que para luchar por la igualdad de la mujer hubiese que crear un cargo más inútil, vacío y rimbombante. ¿Qué será lo siguiente? ¿Una embajadora en misión especial ecológica en el Sistema Solar?

Llegados a este punto, la realidad es que un progre de los 90, hoy día, no tiene un sitio claro en el espectro ideológico si bien creo que se puede llegar a la conclusión, de que, aún sin desearlo y aunque no lo quiera reconocer, es más de derechas que otra cosa, y no porque se haya movido mucho de sus creencias, que también han evolucionado y madurado obviamente (y normalmente hacia opciones más liberales que sociales, es lo que tiene cumplir años) sino más bien porque han sido los partidos y sus ideologías las que se han movido: la derecha hacia un progresismo tradicional y la izquierda hacia el mundo de nunca jamás. Y es que la izquierda, con esto de querer cambiar el mundo, ya sea útil o no, ya sea posible o no (llevamos miles años castigando el robo y sigue habiendo robos, con lo que es inútil y frustrante tratar de eliminarlo de la sociedad) no puede parar, tiene una especie de adicción enfermiza. Me recuerdan a esos cocineros que le echan más y más ingredientes a una receta tradicional en un intento de parecer modernos, rompedores e innovadores pero que luego pruebas sus platos y no es que no mejore la receta tradicional, sino que está asquerosa.

Hay que saber cuándo parar en eso de cambiar el mundo o, en todo caso, valorar hasta dónde debe y puede ser cambiado y esa frontera la marca el punto aquel en el que, pensando con racionalidad y de modo realista, si lo sobrepasas no es seguro que el nuevo camino que decides tomar vaya a mejorar la situación actual. Y siendo que muchas medidas que últimamente se adoptan por la izquierda no van a llevarnos a un mundo mejor para la mayoría, que es el objetivo a conseguir, me da que en esa ansia de innovar y cambiarlo casi todo, los ideólogos de la izquierda, actualmente, no valoran ni reflexionan si aquellas realmente sirven para algo y si mejoran el mundo actual; al contrario, más bien parece que sus mayores preocupaciones son seguir la senda del dogma y dar gusto y fondos públicos a las pretensiones de unas minorías que quieren imponer su ideario a todos. Y lo más trágico es que como viven de cambiar el mundo, no pararán en dicha intención, siendo el proceso de cambio en sí mismo, el objetivo. Y si no estás de acuerdo te tachan de facha, negacionista, machista, franquista, …Menuda cruz.

Pues bien, propongo a los progres contemporáneos una pequeña tregua. Un año sin anuncios de cambios drásticos. 365 días sin inocular a la sociedad ni mantras que nos quieren meter a martillazos como axiomas indiscutibles ni miedos/culpabilidad con la nueva tragedia que va a sufrir el mundo por no hacer lo que ellos dicen (y todo ello para poder justificar, controlar, imponer y evitar oposición social a esos cambios). Sería fantástico un año sabático durante este 2022 y ya si eso para el 2023 que vuelvan a querer cambiar el mundo conocido con más ganas si cabe. Tampoco estaría mal que, durante ese año de calma y relax para todos, reflexionaran a ver si están haciendo el melón o no.

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