VICENTE FRANCO GIL, Licenciado en Derecho.


En las democracias actuales, la batalla cultural pugna por ser cada vez más progre, transgresora y, a veces, inmunda. De ahí que surja un deseo desmedido por fabricar personas nuevas (ciudadanos que encarnen perfectamente el germen ideológico perseguido) con el fin de soslayar aquellos valores que forman rectamente al ser humano, por otros más acomodaticios y fútiles, para que incidan en su actitud y desafíen lo racional. La idea es crear un nuevo mundo con hombres nuevos, donde la ingeniería moral reivindique la creación de una demanda alienada y coercitiva.

Dentro de nuestra democracia, que es el primer caso que nos ocupa, preocupa la cuestión medular del ideario de familia. Al respecto incide un adoctrinamiento insistente por parte del gobierno que no coincide, estadísticamente, con el sentir general de la sociedad. A tenor de Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, se incluye en la enseñanza de forma transversal una “reeducación” específica del panorama mundial, en vez de promover una educación cívica que fomente, asimismo, un debate crítico y social. Con ello, las normas de conducta y las pautas de comportamiento establecidas serán soterradas bajo un aluvión copioso de arquetipos que fragmentarán la “irracionalidad” de las normas del pasado.

Quizá la diversidad del modelo familiar provenga del número de rupturas conyugales existentes, en cuyo caso, a lo mejor, no todas tendrán una atmosfera halagüeña, así como muy poco que celebrar.  La tolerancia se erige como ese tótem al que hay que idolatrar, a pesar de que sea la intolerancia la que demonice a quienes opinen de forma tradicional (según define la progresía a la familia conyugal compuesta de padre, madre e hijos) En esta línea, el gobierno de coalición PSOE-Podemos alardea de enarbolar todo tipo de diversidad: sexual, familiar, de género y cuantas se le antojen. Lo cierto es que, a la hora de la verdad, de espaldas al público, no apuestan por la pluralidad de opiniones contrarias pues, unidireccionalmente, las pretenden someter.

Tachar de nostálgico e irrelevante al pasado es un error, pues construir la firmeza de la conciencia con materias nobles es atemporal. Lo novedoso, lo experimental lo reaccionario, no siempre conlleva ser lo mejor. Los principios basados en el derecho natural renuevan el pasado, fortalecen el presente y dignifican aquello que ha de venir. La diversidad debe centrarse en dejar crecer y no en intentar devorar aquello que resulta incómodo, dado que la estructura humana es trascendental.

La diversidad obedece, en teoría, al respeto por la existencia de realidades más o menos discrepantes. No obstante, la visión tecnocrática de las cosas prohíbe, solapadamente y en cierto modo, opinar o vivir de forma diferente a lo que direccional y situacionalmente se proyecta desde las instituciones. Así las cosas, no estar de acuerdo con la ideología meticulosamente programada que emana del poder, desemboca en acusaciones fóbicas y en prejuicios dolosamente consensuados.

Si la educación es un derecho y la inclusión presupone una equidad educativa, admitamos entonces el interés del modelo familiar natural, basado en la complementariedad sexual y en la descendencia conyugal. De lo contrario, atacar vilmente dicho modelo, avalado por nuestra Constitución y por numerosos Tratados y Declaraciones internacionales, obedecería a una obsesión no inclusiva más propia de una intransigencia delirante que de una compostura democrática acrisolada. ¡Qué albergará ese tildado y sitiado modelo familiar “tradicional” para que la politizada incultura radical de nuestro país desee, a toda costa, corromperlo y lapidarlo!

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