Opinión

Fessols de Beseit, Matarranya

Los fessols o frijoles de Beseit-Beciete son uno de los ingredientes con más glamur, vigencia y usos de la gastronomía turolense. Habiendo pasado desde su práctica desaparición y estar solamente en la mesa de las fondas de su localidad y próxima Calaceite, a replantarse en otros suelos aptos por flojos turolenses.

Como en el caso de los boliches pirenaicos, tierra y variedad aparte, su sabor les permite comerlos viudos o en ensalada con un poco aceite crudo de empeltre, sal y una vuelta de pimentero. Dado que sin adiciones presentan un ligero sabor a mantequilla y avellana y no tanto a simple harina, y no piden sacramentos.

Eso no quita que se les añadan. Tradicionales son las combinaciones con tocineta de cerdo turolense o sardinas de cubo, célebre plato que hemos pedido todos los que hemos parado en la Fonda Alcalá calaceitana.

En el molino de su localidad de origen, se presentan en otras combinaciones gustativas. Con azafrán de mucha calidad y almendra del Bajo Aragón o en hummus con tomate seco de Caspe y trocicos de sardineta. Además de la revolucionaria, como en el caso de determinadas setas, introducción almibarada en postres con base de melocotón. Un guiño a la cocina japonesa en que uno de los principales ingredientes de los postres son las mame o judías confitadas.

Dicen los que cultivan estas leguminosas que el secreto de su sabor radica en el agua muy fría de riego de verano que les aporta una maduración lenta. Por eso son cultivos que no se pueden extender o si tienen demanda, caso de los muy poco abundantes boliches de Embún, completar demanda con los del valle del Vero u otro de valles de aguas frías. Plantados en otro suelo más cálido el pellejo es sin duda más basto, como el agua de riego.

Lástima que García Fernández de Heredia, el arzobispo de Zaragoza descendiente de la casa Aragón y la de Luna, cuando impulsó la construcción en estas tierras de su usufructo la construcción del castillo, iglesia y puente de Valderrobres, no viviera a tiempo de probarlos.

Suponemos que Hernando de Aragón, impulsor de la construcción de la Lonja de Mercaderes y Catedral de la Seo y principal mecenas aragonés renacentista, que veraneaba en sus castillos bajoaragoneses, ya los gustaría a mediados del siglo XVI.

Probó la que se trajo con el tomate y otros productos desde América y no la más exótica. Dado que curiosamente existen dos familias de estas leguminosas en forma de riñón: la que fue introducida junto con el maíz, se dio especialmente bien en lugares de aguas frías peninsulares como las de Asturias o Tolosa y se adaptó donde el primero por trepar por su tallo (phaseolus) y la que no llegó a Europa: la judía de la familia vigna que da lugar a la judía azuki, de menor tamaño cercano a la semilla de soja, de color rojo casi pasión y muy buena para mantener en perfecto estado el riñón. Es esta la que se utiliza en compotas y helados dulces y mantecosos que tanto sorprenden cuando se profundiza en la gastronomía nipona y sus sabores simples pero singulares.

La cocina de otoño aragonesa permitiría acompañar a los fríjoles bajoaragoneses en puré con otro de castaña, unas uvas a la plancha y un lomito de cualquier especie de caza. Previa introducción de un plato de cualquier seta en revuelto o directamente a la plancha y remate con su jugo del plato principal.

A partir de Albalate, en el valle del Martín, todo es “del Arzobispo”. Por dicha razón, esta comarca episcopal y hasta el Maestrazgo que mira al Mediterráneo en Peñíscola, goza de una cocina que puede contener con merecimiento dicho calificativo. De mesa y vinos púrpuras, como lo son los de Cretas, y escasas grasas añadidas de aceites de empeltres milenarios, plantados por Roma, o mantecas suculentas para embadurnar asados de conejo.

La Toscana aragonesa fue una creación de ilustrados obispos zaragozanos, de aquellos que daban indulgencias y tenían hijos. Parientes bastardos de Benedicto XIII, los Urrea o descendientes de tal naturaleza de la Casa Aragón. Llegaron los Trastámara, de origen gallego, y como en Nápoles, se subieron al carro.

El Compromiso de Caspe se fraguaría en torno a una buena mesa sin fessols, pero de envergadura palaciega.