Opinión

Primum vivere

Deinde philosophare. Primero vivir y luego filosofar. Así reza un conocido y pragmático aforismo, de esos que forman parte del acervo cultural latino de referencia. Un sustrato, por otra parte, que debiéramos cuidar más y no dejar caer en el olvido. Si es que queremos, en verdad, que nuestra vida no pierda valor.

Porque lo curioso del aserto en cuestión es que encierra una pequeña trampa.

Vivir no es algo que se pueda hacer de cualquier forma. Así que, eso de que vivir es lo primero, lleva consigo, ineludiblemente, una determinada concepción de la vida.
Y aquí es donde entra en juego el valor de la filosofía. Un valor que algunos se han empeñado en negar, incluso para sacarla de los contenidos que conforman el itinerario académico, luego convertido en currículum. Ese recorrido formativo ineludible para quien forma parte de un país con una tradición clásica fundante.

A la hora de la verdad, tenemos que convenir que esa decisión, la de prescindir a la ligera de tal bagaje, explica las lagunas, por no decir los errores y bochornos, que tal ausencia genera en el saber colectivo compartido. Porque, a propósito de saberes, otro aserto que indica aquello de que el saber no ocupa lugar. Algo que, en puridad, no es cierto. Ya que es el no saber el que no ocupa lugar alguno. Por aclarar conceptos.

Así que el no saber, o la ausencia de saber, genera vacíos que son irrellenables. Salvo por la ignorancia. La misma que manifiestan en abundancia quienes insisten en reclamar la primacía del vivir. No saben lo que se pierden. Pero es que es así, no lo saben. No se lo han enseñado. Porque les ha tocado vivir en una sociedad que ha pretendido avanzar y dotarse de leyes educativas que se han superpuesto por eliminación de lo anterior. Por supuesto, siempre en clave de progreso. Y para lo que esta misma sociedad, cual adolescente rebelde, ha decidido prescindir de todo aquello que nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y a dónde encaminar nuestros pasos. Ya sean individuales o colectivos.

Hace pocos días acudí en la capital aragonesa a un debate sobre creencias hoy. "En qué cree una sociedad descreída" era el título. Y me sorprendió gratamente la participación de un filósofo en dicho foro. Tal vez, porque me pareció todo un signo de lo que esta nuestra sociedad necesita y reclama, aún sin saberlo. Me refiero a la presencia de intelectuales, con un perfil que entronca con nuestras raíces, capaces de cuestionar el statu quo de la posverdad, y que asumen sin rubor, pero de forma crítica, la rica tradición que nos ha hecho ser lo que somos. Para lanzarnos también a la esperanza de sentido a la que nos dispone la búsqueda. Insatisfecha, tal vez, a causa de un vivir vacío que no puede convertirse en la primera razón de nuestra existencia.

No les voy a contar el desarrollo del debate. Tan sólo les diré que el filósofo dejó bien alto el pabellón. Y que he pasado unos días dándole vueltas a este asunto, la importancia de la filosofía en nuestro tiempo. De ahí el título de esta columna, y la trampa que encierra: no se puede vivir en plenitud sin conocer qué es la vida. Afortunadamente, los filósofos nos lo recuerdan.