Opinión

La justa medida

Francisco Javier Aguirre
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Dice el proverbio clásico que “incluso de lo mejor, siempre con medida”. Para poder aplicar esta receta hay que partir de un desarrollo suficiente del autoconocimiento y de la conciencia social. No hay otro modo de llegar a establecer dónde está la medida de nuestras necesidades reales y cuál será el mejor medio para satisfacer nuestros deseos equilibradamente.

Las circunstancias de cada persona varían, de modo que no puede establecerse un patrón común. Aunque los humanos tengamos igualdad de derechos, no existe la igualdad en cuanto a las capacidades, los conocimientos o la sensibilidad de cada cual. Eso dificulta en gran parte determinar la justa medida de nuestras necesidades, e incluso de nuestras ilusiones.

Una persona cercana que ha viajado varias veces en barco por razones de trabajo y familia, se ha negado en redondo a cualquier excursión en crucero por el Mediterráneo. Las razones que aduce son para ella contundentes: no es capaz de pasearse, en plan vacaciones de lujo, sobre una fosa común. Las estadísticas oficiales dan cada año una cantidad determinada de fallecidos en ese mar, siempre afectando a quienes tratan de llegar a las costas europeas procedentes de países africanos. Seguramente son más abultadas las cifras reales.

También fallecen por ahogamiento o por agotamiento, muchos de los que intentan alcanzar las Islas Canarias –paraíso vacacional donde los haya– huyendo de la pobreza, de la opresión o de la guerra. ¿Hay que anatematizar por ello a los cruceros de lujo o a los viajes de placer en general?

De ninguna manera. Estaríamos atentando contra la industria turística, aporte importante a la economía de muchos países. También contra la voluntad individual a la hora de decidir sobre el caso. Pero el conflicto de conciencia está servido para quienes tienen desarrollada una sensibilidad social respecto a la inmigración irregular vía marítima o simplemente frente a la pobreza que expulsa a mucha gente de su hábitat natural. Cada cual tiene una medida, tanto para la vida extraordinaria –las vacaciones–, como para la ordinaria, cuando hemos de satisfacer nuestras necesidades habituales.

En general, las personas que vivimos en países económicamente desarrollados estamos sometidos a la presión del consumismo. Si no reflexionamos sobre nuestras verdaderas necesidades y la manera equilibrada de atenderlas en su justa medida, podemos caer en los excesos que tan a menudo observamos a nuestro alrededor. Me refiero al consumo en todas sus facetas.

En una ocasión coincidí a la entrada de un centro comercial con dos señoras muy bien ataviadas. Caminé unos metros en paralelo y pude escuchar lo que una decía a la otra: “Vamos a ver qué podemos comprar hoy”. Por supuesto eran muy libres de adquirir lo que les apeteciera, pero no pude menos de pensar que no tenían una necesidad concreta. Comprarían al albur del capricho o de la moda, siguiendo una costumbre tal vez inveterada. Algo que les hubiera llegado por vía publicitaria o de comentario social. La medida de su propósito no la dictaba la necesidad, sino el dinero disponible.

Podría comentarse ampliamente el asunto de la publicidad. Si su objetivo básico es orientar al consumidor para que pueda satisfacer sus necesidades, hoy se enfoca, en muchas ocasiones, más bien a fomentarlas, a provocarlas. De manera a menudo inconsciente, nos dejamos influir por determinados alicientes espurios, entre ellos la emulación del gusto ajeno, o el prurito de ‘poder permitírselo’, para conseguir algo que en principio no necesitamos.

Hemos desarrollado la cultura del consumismo y la acumulación que conduce a gran parte de la sociedad a perder el sentido de la justa medida. Una forma de despersonalización que explica en cierto modo el gregarismo conductual y la falta de conciencia moral que asola a nuestro mundo.