Opinión

El sabor del mondongo de casa y del poncho bueno

Para Mamen Pueyo Bergua, que bajó a Zaragoza desde el lugar de las cerrillas y las montañetas de espinazo de dino y presenta libro de cuentos.

En mi casa de Berdún, como en toda la montaña oscense, se hacía para Navidad vino quemau o poncho, que se dice en Sabi donde sus bares lo presentan a sus clientes y hacen un singular concurso de la memoria.

Era una de las tradiciones de esas que hacen país y nos faltan como falso cuento que funcionaba, que hacía que las familias sintieran una emoción juntas.

Todos los que van a consumir solamente montaña y nieve, que todo lo más gravitan sobre la noche jacetana o de Biescas, esto se lo pierden. Existen vacíos aparentemente llenos en lo abandonado y la capital de Serrablo, de cultura tan urbana, no deja sino de perder a su población más cualificada. Vaciándose sus pisos, del mismo modo que sucede en el barrio de San José y ha apuntado el jacetano Ángel Garcés en otro medio.

Seguimos con la memoria olfativa comunal con que un poco antes de Navidad se mataba el primer cerdo de las casas humildes, el segundo en las casas grandes con tiones, y se iba a coger las olivas y almendras en las viñas de la Canal. Con toda la fuerza humana que se pudiera y se dejara, y luego se podía llegar a seguir la mañana de rosada, aliento de vaho que se helaba y mono de pintura de tu tío bajo chándal, espedregando un campo para hacer calor.

Como las garnachas, para combatir años muy secos, todos los árboles leñosos para consumo humano tenían injerto de pie de rosera.

Entre varias casas se compartía prensa y laco para pisar la uva, como los hombres y críos para sujetar los pies del cochín que degollaba el mejor matarife del barrio con cuchillo de empuñadura y cachas de nácar viejo con remaches oxidaus.

Mi abuela, analfabeta pero gran cocinera en establecimiento ansotano que preparaba suculentas pepitorias o gallina trufada para Romanones y demás invitados de la Corte cuando iban a cazar al valle, removía la sangre para que no se cuajara, probaba las especias de la torteta, las morcillas y capolaba las mejores partes para la longaniza con punto de ajo, poca pimienta y pan viejo remojau en nuestro vino rancio para todo el barrio bajo que se dejaba. Hacía los menudos con cebolla casi quemada, aceite pasado de amargor y bien de ajo con un chorro de vinagre del vino picau.

Cuando llegaban mis amigos de otras calles con otras masaderas de mi pueblo tenía la oportunidad de probar embutidos todos distintos, en que se notaba más presente la canela,  o la pimienta muy buena le daba un toque chino de Sichuan o hacían mejor la beritaca de pulmón porque usaban pimentón aromático y ahumado. Creo que se nos educaba a probar tanto, aunque preferíamos lo propio, como necesaria educación en que a las personas también tenemos que catarlas como distintas: con su perfume y razones propios.

La especialidad de mi abuela era manejar a la perfección, porque así se lo reconocían otras haciéndole probar sus mondongos, el toque de piñones y alguna avellana de Tarragona bien asados con el fragante y aromático anís estrellau. Era célebre su pasión por hacer morcilla y su desgana con el chorizo.

En Aragón tenemos una liga nacional de hacer mil variedades de longaniza, todas impresionantes y no solo las denominadas. Dicho esto por quien considera que, será tanto frío y olor a cierzo seco, la mejor de todas es la turolense de Monreal.

Del vino quemau se ocupaba más mi abuelo conmigo y con la colaboración de las mujeres de la casa, que ponían en el horno de la cocinilla las reinetas de la huerta y los membrillos de los árboles comunales que alguien plantaría en algunas mugas al efecto. Que incluso los que vuelven solo los veranos sin saberlo han heredau.

Yayo conjuraba su propio vino de garnacha que nadaba entre orejones y otros frutos secos, la fruta asada mencionada –que cogía olor a carrasca- y un punto de azúcar si nos había salido el vino ácido. Hoy sé por qué al haberme preocupado de averiguar en mi paladar que cada año puede llegar a ser distinto.

Por eso, si puedo, bebo vino de pago y que no se riegue o solo para salvar la planta y el resto, también bebo otros claro está, me parece sucumbir al márquetin de emociones de su nombre y etiqueta.

También de crío se me mandaba a un laurel del que todo el pueblo cogía y a buscar perejil de terrero, eso que vosotros decís marga o glacis. Con un sabor concentrado a hierro, la mata debe existir desde el final de la cuarta glaciación.

El perejil y borraja silvestres son la antítesis de esta planta canaria, de La Palma, que hoy simboliza la Navidad pagana de Misa de Gallo virtual, en la que ya no se espera el 1 de enero a que pase el hombre con tantas narices como días tiene el año (que se decía el 31 de diciembre) ni se pone ordio para que coman los camellos cuando visitan Berdún, o tercerilla de los pollos. Porque cualquier crío es capaz de colgar en un tweet que todo esto son imposturas de paganos.

Colaboro el mismo día que Mamen, compañera librera y que pudo haber sido profesora del Mixto 10 de inglés de mis compañeros de estar diez años antes, en vender libros donados y usados para causas solidarias. No voy a hacer spoiler de qué biblioteca es, porque cada vez hay más pequeñas y preciosas al modo descrito por Isabel Coixet en una de sus más recientes obras, tengan finalidad lucrativa o de lucrar almas.

El otro día me trajo poncho para probar que había hecho con su hermana. He sido especialmente feliz en esta Navidad de ciudad y familia corta. Ese sabor se me ha renovado en las papilas para otros veinte años. Gracias, maestra.