JOSÉ R. GARITAGOITIA, Doctor en Ciencias Políticas y en Derecho Internacional Público.
El 11 de marzo comenzará en Estrasburgo la última sesión plenaria de la Conferencia sobre el futuro de Europa. La iniciativa conjunta del Parlamento, la Comisión y el Consejo, inició los trabajos el último 9 de mayo. Abierta a la participación de los ciudadanos, se organizó en cuatro grupos de trabajo, con diálogos y debates para recabar ideas y concitar nuevos consensos sobre el impulso del proyecto europeo. La Carta que regula el funcionamiento exige a los participantes “fomentar la diversidad en los debates”, “permitir expresar la opinión libremente”, y un compromiso de principio: respetar los valores “tal como se establecen en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea”. Además de un requisito, también la reflexión sobre los valores, desde la comprensión de lo que constituye su fundamento, puede contribuir al avance de Europa.
La consagración por escrito de una relación de valores implica una concepción de la persona, a la que está orientado todo el proyecto. Respetar dignidad, libertad, igualdad, solidaridad y no discriminación, junto con la reivindicación de la democracia y el Estado de derecho, son aspectos fundamentales de la identidad europea. Al mismo tiempo, su significado y alcance no siempre son evidentes, y precisan algunas claves de interpretación.
Los Tratados fundacionales no hacían referencia a los valores, quizá porque los daban por supuestos. Tan sólo mencionaban las libertades comunitarias (circulación de personas, servicios, mercancías y capitales) y las competencias para su ejercicio. El Tratado de Maastricht incluyó por primera vez esta dimensión en 1992. El objetivo de la Declaración Schuman (1950), acta de nacimiento de la actual Unión Europea, era lograr un espacio económico común, promoviendo solidaridades de hecho. El modo de pensar y de actuar de los padres fundadores bebía en la fuente de la herencia cultural, espiritual y humanista de Europa. El sustrato de valores de la sociedad orientaba sus ideales y su trabajo, también en el ámbito de la política. Schuman, Adenauer, De Gasperi y Spaak no veían incompatibilidad entre los principales componentes del ethos europeo: desde una óptica cultural, algo propio del pensamiento cristiano y de los ideales de la ilustración –la dignidad de la persona, fuente de los demás derechos, la igualdad, el valor de la libertad y la solidaridad– era reconocible en la sociedad de la que formaban parte, más allá de filiaciones partidistas o confesionales.
Con el paso del tiempo, esa herencia cultural ha experimentado una evolución. En las últimas décadas, lo compatible se ha quebrado por exclusiones unilaterales. Entre otras consecuencias, la evolución del marco de referencia ha llevado a cierto vaciamiento de los valores: en un mundo que tiende al progreso a través de la ciencia y la técnica parece predominar la tendencia a reducir tradición ética a favor de la racionalidad técnica.
En la relación de valores del artículo 2 TUE, el significado de las palabras deja perfiles demasiado indeterminados, y muestra zonas oscuras. Se aprecia, por ejemplo, en el discurso de Macron en el Parlamento Europeo, al inicio de la actual presidencia francesa de la UE, con la reivindicación del aborto como uno de los derechos fundamentales. La ponderación entre bienes que pone de manifiesto la propuesta entra en colisión con la intangibilidad de la dignidad propia del ser humano, de modo independiente de su condición: es válido también para quien sufre, o es discapacitado, o nasciturus. La mención a un valor puede contener significados de distinto alcance, según la referencia cultural o el criterio de que se utilice en cada caso. De ahí que el debate cultural sea tan importante en la Europa que estamos construyendo.
Durante sus largos años de liderazgo en Alemania, y por extensión en la UE, la canciller Merkel defendió una clave para entender el alcance de los valores. En la Declaración de Berlín, con ocasión del 50 aniversario de los Tratados de Roma, se mostró convencida de que “la libertad es la principal fuerza del ser humano, y el ser humano está en el centro de nuestra acción. Su dignidad es inviolable. Y yo añadiría –dijo Merkel, en una declaración valiente, al margen de lo políticamente correcto– que esa concepción del hombre proviene, a mi entender, también de las raíces judeocristianas de Europa”. Volver la vista a sus fuentes, y poner en primer plano lo que ha hecho del proyecto europeo una referencia universal, es necesario para el impulso de Europa.