Opinión

Santamaría y Bustillo

Enrique Guillen Pardos
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Virginia Wolf escribió que la vida cotidiana, los sucesos triviales, traen consigo lo más relevante de la vida. Nos sentamos a tomar un café en Domme, una de las pequeñas villas más hermosas del Perigord noir francés, y la persona que nos atendió, al ver que éramos españoles, nos preguntó en un buen castellano de qué parte de España éramos. Cuando respondimos que de Zaragoza, señaló: “ah, Real Saragossa, Santamaría y Bustillo. 1969”.

Entre la perplejidad y la complicidad, le preguntamos cómo conocía aquel equipo del Real Zaragoza, ya posterior a Los Magníficos porque Santamaría y Bustillo apenas jugaron juntos dos temporadas, antes de que éste fuera traspasado al Barcelona. Para nuestra sorpresa, continuó dándonos información del Zaragoza, “equipo histórico, ahora mucho tiempo en Segunda División”. Compartimos el lamento con él a la espera de lo que traiga la nueva propiedad, hecho que también conocía.

La conversación nos llevó a las dos personas que lo escuchamos a una breve reflexión sobre la capacidad de los clubes de fútbol para representar a las ciudades y dotarlas de cualidades y valores en la memoria de las gentes. Cincuenta y tres años después, una persona vinculaba nuestra ciudad con dos jugadores, uno de ellos ya fallecido, que muchos zaragozanos desconocen. Cuando nuestra memoria futbolística parece terminar en la Recopa de 1995, un ciudadano francés se remontó al primer pasado glorioso del club: “oh, Lapotra, gran jugador”, comentó antes de que, corrigiendo el apellido, le diéramos la razón recordándole que le quitó el puesto a Gento en la Selección Española que ganó la primera Eurocopa con el gol de Marcelino.

Quienes solo ven en el fútbol un juego de veintidós personas intentando darle un sentido al balón se pierden una sugerente manera de comprender la naturaleza humana y la cultura social. Los clubes históricos, como el Zaragoza, reproducen el imaginario de sus ciudades, a la vez que ayudan a enriquecerlo, renovarlo y reforzarlo. Por eso, la decadencia del Zaragoza no deja de ser también un lastre para la percepción que se tiene de nuestra ciudad. Diez años de languidez y supervivencia se convierten en ácido para la imagen de una ciudad que acumula motivos para parecer pujante y global.

Como más de uno estará pensando que solo he expuesto un caso y que puede ser una casualidad -de hecho, un hermano suyo vive jubilado y casado en Zaragoza, aunque él no ha visitado la ciudad en los últimos treinta años-, en San Juan de Luz, ya de regreso, nos sentamos en la terraza de un bar para comer y el camarero nos preguntó en un castellano afrancesado, pero más que bueno, de dónde éramos. Al decirle que de Zaragoza, le faltó tiempo para decir, mientras me ofrecía cerveza belga o una caña vasca: “¡ah! Real Saragossa, demasiados años en Segunda, un histórico”.

Hay quienes, como Virginia Wolf, ven la experiencia de la vida en los sucesos y situaciones banales u ordinarias que pueden dar valor social a un deporte vestido ya de negocio, pero que mucha gente aún siente como parte de su vida emocional, incluso como expresión de su conducta y visión del mundo. Fue también Virginia Wolf quien rubricó que, en esta vida, lo personal se convierte en político.