Opinión

El país de nuestros hijos

Aunque el número de cosas que no pueden comprarse con dinero está disminuyendo a velocidad de vértigo, con dinero todavía se puede matar a un elefante y, con más dinero, reventar la cabeza de un rinoceronte en riesgo de extinción. Pagando una tasa por cada tonelada de dióxido de carbono emitida a la atmósfera, un país puede seguir contaminando sin complejos y con la frente alta.

Aunque el número de cosas que no pueden comprarse con dinero está disminuyendo a velocidad de vértigo, con dinero todavía se puede matar a un elefante y, con más dinero, reventar la cabeza de un rinoceronte en riesgo de extinción. Pagando una tasa por cada tonelada de dióxido de carbono emitida a la atmósfera, un país puede seguir contaminando sin complejos y con la frente alta.

Hasta hace unas décadas, en España se podía vender la propia sangre, ya fuera para llegar a fin de mes, para pagar un tratamiento, la matrícula universitaria o una juerga. Afortunadamente, la sangre ya está fuera del alcance de los mercados, pues queda "expresamente prohibido cualquier comercio con la sangre o sus derivados, tanto la remuneración al donante como la venta de la misma; es decir, no se paga la donación y no se cobra al paciente la sangre que recibe".

No en España, pero en algunos países se pueden vender órganos humanos. Irán es el único lugar del mundo donde existe un mercado oficial de órganos, cuyo precio, fijo, está tasado en unos 4.600 dólares por unidad. En otros lugares, las compañías de seguros pagan a clientes demasiado obesos un incentivo para que pierdan peso, de ese modo las aseguradoras logran prolongar la vida media de sus clientes, mejorando la cuenta de resultados. También hay lugares donde una persona puede comprar a otra su seguro de vida, pagar sus pólizas y cobrar el seguro una vez fallecida.

Cuando terminó la guerra fría, en 1989, los mercados comenzaron una expansión tal que ha alcanzado las dimensiones del mayor imperio jamás conocido. Desde entonces se vivió una época de crecimiento y prosperidad sin igual, hasta no dejar nada que mereciera la pena ser conquistado.

Pero no sólo la estupidez, también la codicia carece de límites. Guiado por ella, el imperio de los mercados clavó sus garras en el corazón de las sociedades a quienes parecía proteger, con el fin de que el número de cosas que el dinero pudiera comprar volviera a incrementarse. ¿Cómo? Iniciando una lenta pero imparable privatización de la sanidad, la enseñanza, incluso el ejército (EE.UU. envió ejércitos mercenarios a las guerras de Irak y Afganistán, tal como se hacía en la Edad Media). Si a todo esto añadimos que España es uno de los países que siguen sin resolver el problema de la unidad nacional, tenemos un serio problema.

Siempre habrá quien se consuele pensando que la política es como el fútbol. No importa que se gane en el último minuto de penalti injusto, si quien gana es nuestro partido. ¿De verdad es éste el país que queremos dejar a nuestros hijos? Claro que, si lo nuestro no tiene remedio, siempre podemos seguir como hasta ahora, bebiendo, cantando y bailando en la cuerda floja, hasta que el diablo nos prepare un hueco en el infierno.