Opinión

El retorno monclovita de Calígula

La embriaguez política, causada por el poder, es una práctica inveterada que también se arroga en las más avezadas democracias. Quienes faltan a la verdad e incumplen lo prometido haciendo uso de la astucia, la sagacidad y la demagogia, obtienen un redito anhelado tras someter al populacho, un término despectivo que define bien al tirano que despoja a aquel la titularidad de la soberanía nacional que por derecho propio le corresponde. A los hechos me remito, y nuestra coyuntura institucional así lo demuestra.

La embriaguez política, causada por el poder, es una práctica inveterada que también se arroga en las más avezadas democracias. Quienes faltan a la verdad e incumplen lo prometido haciendo uso de la astucia, la sagacidad y la demagogia, obtienen un redito anhelado tras someter al populacho, un término despectivo que define bien al tirano que despoja a aquel la titularidad de la soberanía nacional que por derecho propio le corresponde. A los hechos me remito, y nuestra coyuntura institucional así lo demuestra.

Existen “estructuras del mal” perfectamente diseñadas donde el ciudadano es tratado como materia prima por quienes exhiben sus ansias de poder. La actual acción del gobierno nacional es un buen ejemplo, aferrándose con denuedo a la máxima maquiavélica que declara que el fin (aún siendo abyecto) justifica los medios. Constituido como un “primus inter pares”, el presidente Sánchez se olvida de que este relieve político es una ventaja honorífica, que en ningún caso le otorga superioridad ilimitada sobre los demás en el ejercicio de sus funciones. Más bien le faculta para servir con dignidad, responsabilidad y honor a los intereses legítimos del pueblo al que con respeto se debe.

Una condición “sine qua non” en democracia, sobre la que descansan los principios fundamentales de la misma, es la primacía de la ley junto con la separación de poderes. Así las cosas, tanto los ciudadanos como los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. A pesar de ello, quizá la megalomanía personificada en Sánchez, orquestada por los palmeros que la respaldan y mantenida por los estómagos agradecidos que la secundan, sea el principio activo de los desmanes y atrocidades que en estos momentos embargan al pueblo español.

Con todo, atravesamos un momento muy crítico en esta legislatura, cuyo marco de convivencia constitucional peligra. Nuestra democracia, tal como está estructurada, a veces juega malas pasadas. Las vigentes leyes orgánicas relativas al sistema electoral y de partidos políticos permiten, desde una perspectiva absolutamente legal pero quizá errática, colmar una coyuntura gubernamental tan lamentable como la que adolece España en la actualidad, y en tantas Comunidades Autónomas, como en la de Aragón, donde tripartitos y cuatripartitos desplazan a las formaciones políticas más votadas pasando a ejercer su labor institucional como mera oposición. A tal tenor, ningún gobierno con mayoría absoluta las ha modificado convenientemente en evitación de escenarios tan indeseables e inmundos como los vividos en la actualidad.

Al hilo del contexto nacional, el pacto de gobernabilidad entre PSOE y Podemos fue una treta, un apoyo que socavó la ingenuidad de su electorado. A lo largo de la historia, estas dos formaciones (socialistas y comunistas) siempre han sido radicales, intransigentes y tendentes al totalitarismo, tanto en España como a nivel internacional. De ahí que se pueda pensar que el espíritu de consenso forjado en la transición, y plasmado posteriormente en la Constitución del 78, no haya sido más que una bomba de retardo que, en el transcurso del tiempo, ahora esté explosionando en medio de un Parlamento fraccionado, enfrentado, huérfano de proyectos y muy maleducado.

En democracias laxas, cuyo nivel de permisividad global supera los límites de la integridad moral y de la ética profesional responsable, son donde el espíritu de sacrificio se pisotea y el progreso de la nación da paso a la permanencia infamante en el poder. En este sentido, si a las decisiones procedentes de las mayorías parlamentarias no se les aplica intervención alguna, la primacía de la ley pasa a ser la dictadura de la mayoría. Por ello, el Tribunal Constitucional (TC) ostenta el monopolio del enjuiciamiento de la conformidad con la Constitución de las leyes, al ser el intérprete supremo de la Constitución (art. 1º de su Ley Orgánica) y no el Parlamento. El TC se constituye como un árbitro del sistema, siendo una de sus funciones depurar el ordenamiento jurídico, dado que el valor de sus resoluciones sea “erga omnes”, de obligado cumplimiento para todos, para los poderes públicos, para los diversos órganos del Estado y para el conjunto de la ciudadanía.

Un régimen democrático debe ser autoprotegido de la mediocridad de aquellos inexpertos cuya pretensión no es otra que acomodar el sistema a sus intereses en vez de sujetarse ellos a las reglas democráticas establecidas. El poder legislativo podrá elaborar leyes, modificarlas o cambiarlas mediante cauces amparados en la Constitución y el ordenamiento jurídico vigente, atendiendo al fondo y a la forma, es decir, a un procedimiento legalmente determinado, para evitar una improcedente consecuencia antijurídica. Cuando una iniciativa legislativa es admitida por la Cámara, ya no puede ser enmendada para reformar una ley que no es conexa con aquella, “pues con ello se sustraen del debate parlamentario algo que no solo vulnera los derechos fundamentales de los diputados, sino también los de los ciudadanos”, tal como considera el TC en STC 119/2011, de 5 de julio.

Por tanto, cabe decir que interponer recursos ante el TC no violenta a sus señorías parlamentarias ni atenta contra institución alguna. Los recursos son herramientas procedimentales previstas en el ordenamiento jurídico. En el caso que nos ocupa del recientemente presentado por el GP Popular, relativo a la intención del gobierno de la nación de introducir en una proposición de ley dos enmiendas que nada tienen que ver con el objeto de la norma que incorporan, no hay nada que objetar. El asunto estriba en que el Gobierno aprovechando la reforma del Código Penal para despenalizar el delito de sedición y abaratar las penas del de malversación, pretende modificar a su vez la Ley Orgánica del TC y la del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), con el fin de introducir posteriormente en el TC a dos pesos pesados vinculados a la Moncloa y versados en cuestiones diversas del ámbito catalán. Tildar a jueces de conservadores o progresistas es deleznable, pues deben cumplir con objetividad su función con independencia de su ideología, de otra forma la elección para formar parte de los entes reseñados denotaría una politización efectiva del Poder Judicial. O, ¿quizá sea eso, y solo eso, lo que se persigue? De ser así me causa nauseas.

El “quid” de la cuestión no es el control constitucional preventivo acerca del resultado a conseguir con la reforma, sino sobre el procedimiento cursado para su tramitación. El Gobierno junto con sus apoyos parlamentarios quieren obviar los órganos consultivos, quieren celeridad en sus maquinaciones inconstitucionales y, en definitiva, quieren barra libre para hacer y deshacer dinamitando dos contrapoderes democráticos troncales como son el TC y el CGPJ, reduciéndolos a sucursales gubernamentales.

La voracidad de Sánchez quiere implantar un Estado ideológico, sectario, autocrático y de deshecho. Es hora de aparcar las diferencias políticas apelando al sentido común parlamentario, donde quienes sintiéndose españoles de verdad devuelvan a España la dignidad que nunca debió perder. Los delirios de gloria de Calígula causaron estragos pasando a la historia por sus extravagancias ensombrecedoras. En la actualidad, ¿ven similitudes? Esperemos que la perversidad ideológica social-comunista no conceda actas parlamentarias a reptiles, gacelas o delfines, pues en otro tiempo el caballo de Calígula fue nombrado cónsul de su Imperio. Por si acaso que nos cojan confesados.