Opinión

El papa profesor

Joseph Ratzinger (1927-2022) sintió profundamente desde su juventud una vocación de académica. Cuando en 1977 Juan Pablo II le nombró arzobispo de Múnich y Freising, le costó dejar su labor docente en la universidad de Ratisbona. Tiempo después, en 1982, fue llamado a Roma para trabajar con el papa polaco como uno de sus más estrechos colaboradores.

Joseph Ratzinger (1927-2022) sintió profundamente desde su juventud una vocación de académica. Cuando en 1977 Juan Pablo II le nombró arzobispo de Múnich y Freising, le costó dejar su labor docente en la universidad de Ratisbona. Tiempo después, en 1982, fue llamado a Roma para trabajar con el papa polaco como uno de sus más estrechos colaboradores. Aceptó, pero no fue una decisión fácil. En varias ocasiones pidió el relevo de sus obligaciones en el Vaticano, y en cada ocasión san Juan Pablo II respondió confirmándole en su cargo: lo necesitaba cerca, hasta el final. Tras la muerte de Wojtyla, el antiguo profesor de Ratisbona, de 78 años se convirtió, el 19 de abril de 2005, en el 264º sucesor de san Pedro. Eligió el nombre de Benedicto, en simbólica continuidad con Benedicto XV, que accedió a la Cátedra de Roma en los tiempos convulsos de la primera guerra mundial. Ver lo increíble hecho realidad fue para él un shock: “Estaba convencido de que había otros mejores y más jóvenes”, comentaría tiempo después.

En la inauguración del pontificado, Benedicto XVI aludió a cuantos vagan por los desiertos contemporáneos: “El desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado (…), de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas, que ya no tienen conciencia de la dignidad, y del rumbo del ser humano”. Desde ese día, hasta su renuncia, el 28 de febrero de 2013, puso al servicio de la misión recibida su enorme potencia intelectual. Visitó en 24 ocasiones diferentes lugares del mundo. Cada viaje le supuso un notable esfuerzo: “Representan siempre grandes exigencias para mí”, reconocía con sencillez.

Cuando el periodista Peter Seewald le pidió una clave para entender el pontificado, se refirió a su vocación académica: “Pienso que, ya que Dios ha hecho papa a un profesor, quería que precisamente este aspecto de la reflexividad, y en especial la lucha por la unidad de fe y razón, pasaran a primer plano”. La claridad en la exposición, y el orden en el desarrollo de los argumentos, son importantes para la percepción de cualquier mensaje. El papa lo sabía bien por su experiencia docente. En sus intervenciones procuró contribuir a la interiorización de las ideas planteando preguntas y haciendo asequibles a sus interlocutores los argumentos sobre el gran tesoro que supone ser persona, y sobre la transformación espiritual del mundo: “Es la gran tarea que se nos presenta en esta hora. Sólo podemos esperar que la fuerza interior de la fe, que está presente en el hombre, llegue a ser después poderosa en el campo público, plasmando asimismo el pensamiento a nivel público y no dejando que la sociedad caiga simplemente en el abismo”.

En el desempeño de su misión asumió el consejo del filósofo Jürgen Habermas (Düsseldorf, 1929) en el coloquio que ambos mantuvieron en Múnich, en enero de 2004: hacer propuestas que pudiese entender el gran público. El diálogo entre ambos intelectuales sobre las ‘bases morales prepolíticas del Estado liberal’ quedaba atrás, pero las ideas confrontadas seguían siendo más actuales que nunca. Estaba firmemente convencido de que la felicidad es un reto y una meta accesible a todos: “Ser humano es como una expedición a la montaña, que incluye algunas pendientes arduas. Pero cuando llegamos a la cima somos capaces de experimentar por primera vez lo hermoso que es estar allí. Hacer hincapié en esto es de particular interés para mí".

Los siete años y diez meses que estuvo al frente de la Iglesia Católica quedan para la Historia con una característica propia: el pontificado de la razón. Benedicto XVI no esquivó asuntos complicados, y planteó las cuestiones siempre en positivo. Apuntó alto en sus argumentos sobre la naturaleza y destino de las personas, y las exigencias morales de la sociedad. Los más variados areópagos de la sociedad contemporánea le abrieron sus puertas, con gran impacto en la opinión pública. Guardo un recuerdo imborrable de sus palabras en Auschwitz (2006) sobre el silencio de Dios, que escuché contemplando de cerca su rostro doliente. Entre tantos foros, fue invitado a presentar sus argumentos en las universidades de Ratisbona (2006) y Sapienza de Roma (2008), la Asamblea General de la ONU (2008) y el Collège des Bernardins de París (2008). Sus intervenciones en el Westminster Hall de Londres (2010) y el Reichstag de Berlín (2011), sobre la fundamentación ética de las opciones políticas, la democracia y el Estado de Derecho, son una aportación significativa a la Ciencia Política. El papa-profesor habló siempre de una manera amable y respetuosa, con rigor intelectual. En cada uno de esos lugares argumentó sobre lo que interesaba a los demás, cualquiera que fuese su ideología, credo o condición política. Razonó siempre a fondo sus propuestas sobre los objetivos y responsabilidades de una sociedad digna de la condición humana.