Si Aristóteles, paseando por el Liceo, se perdiera entre las brumas del tiempo, para hacer una incursión en el futuro, nos diría que no es sensato llevar una vida demasiado austera, porque así no se alcanza la felicidad. La pobreza es un mal, siempre ha sido un mal, y siempre lo será, añadiría, y sólo un demente o un visionario la escogería. La riqueza no asegura, por sí sola, la felicidad, pero tampoco es posible llevar una vida plena sumido en la pobreza.
Un ultraliberal de nuevo cuño replicaría a Aristóteles que sí, que «la riqueza, por sí misma, no da la felicidad, ¿pero, quién piensa hoy, en su sano juicio, en la felicidad?» Los filósofos, sin embargo, siempre están debatiendo sobre cómo alcanzarla.
Woody Allen dijo: «El dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida que necesitas un especialista para verificar la diferencia». En realidad, las cosas que compramos con dinero no las pagamos con él, sino con nuestra propia vida, de modo que estamos malgastando parte de nuestras vidas para obtener parte de un dinero que no siempre necesitamos, con el fin de comprar algunas cosas que en realidad no deseamos.
Fernando Savater dedicó a su hijo una Ética para Amador, y Aristóteles, veintitrés siglos antes, hizo lo mismo con el suyo escribiendo Ética a Nicómaco. Aristóteles creía saber qué vida debía llevar su hijo para ser feliz. ¿Acaso hay padres que quieren que sus hijos no lo sean? Los padres creemos saber qué deben hacer nuestros hijos para ser felices, aunque, a menudo, desconocemos cómo serlo nosotros mismos.
El premio Novel Herman Hesse relató cómo Siddhartha, el Buda, llegó a ser feliz mediante el desprendimiento de los deseos y el desapego de los bienes materiales. Quienes rodeaban a Siddhartha alababan sus logros, aunque a él pareciera no importarle. Años después, cuando Siddhartha tuvo un hijo, quiso mostrarle (como poco después haría Aristóteles con Nicómaco), el camino de la felicidad que él mismo había descubierto. Pero el hijo se rebeló contra el padre quien, lamentándose, reconoció, al fin, que los padres pueden allanar el camino a los hijos, pero son ellos quienes, aprendiendo de sus errores, deben labrar el suyo propio.
Los niños, que sufren el bombardeo más grosero de los medios para consumir, disponen de poco dinero para gastar, pero lo funden todo, por eso la propaganda dirigida al consumo juvenil procura que esa bolsa crezca de año en año.
Se dice que el trabajo de los niños debería ser el juego, porque jugando aprenden. Es cierto, pero jugando también deberían conocer los rudimentos de la economía doméstica y entender cuáles son los gastos de la vida diaria. Comprender las dificultades para poner comida en la mesa cada día, les mostraría los efectos negativos de un exceso de indulgencia. En esto, al menos, Aristóteles tiene razón, “en el término medio está la virtud”.