Opinión

Sin formas no hay justicia

Hace unos días fui llamado a comparecer como perito ante un Tribunal de Justicia. Para los que nos dedicamos a la labor pericial, supone algo cotidiano, pero no por ello, trivial.

Hace unos días fui llamado a comparecer como perito ante un Tribunal de Justicia. Para los que nos dedicamos a la labor pericial supone algo cotidiano, pero no por ello trivial.

La responsabilidad de sostener adecuadamente un discurso técnico, con el debido rigor y exponerse inevitablemente a las cuestiones de las partes, tratando de exponer con claridad aquello que es complejo, conlleva una necesidad de concentración y una habilidad especial para templar los nervios. Supongo que, como los pilotos de un avión, a pesar de ser la enésima vez que se encara una pista de despegue, no por ello se deja de sentir una especial presión, puesto que la responsabilidad no es baladí.

Sin embargo, desde hace ya un tiempo, la experiencia de acudir a los Tribunales viene ligada a una sensación creciente de manifiesto desprecio de muchos órganos a las formas, al tiempo de las personas que allí comparecen, desde una actitud en muchas ocasiones rayana en lo despótico. No creo ser el único que percibe este ambiente de crispación ni que ha experimentado, a lo largo de los años, una mayor desazón en la praxis cotidiana.

Cuando uno llega a la Sala, centrado en el caso y en poner todas sus habilidades al servicio del estudio de los hechos, resulta más que perturbador advertir la presencia de una veintena de personas, citadas a la misma hora y día. Algunos, también como peritos; otros, como testigos. Una amalgama de posiciones procesales y un mismo pasillo angosto. Es la tónica que, no por habitual, es menos reprochable.

Descartada la existencia de una “confusión”, afloró una sensación de detención ilegal en todos los allí congregados. No podíamos irnos porque se podía entender como una falta de colaboración con la Justicia. Por otra parte, todo el mundo tiene más trabajo y unos mínimos horarios. Una vez más se estaba actuando de forma, cuando menos, incomprensible.

Evidentemente, tal forma de actuar el ejercicio abusivo de las facultades de ordenación del proceso. Insisto, no por cotidiano, menos grave. Suele ser una práctica demasiado habitual de Tribunales y Juzgados, quienes ignoran el tiempo ajeno y, ello, además de producir molestias a unos y a otros, va en detrimento de la propia Administración de Justicia y de su importante cometido en cualquier sociedad democrática.

Trivializar con la colaboración con la administración de Justicia deteriora, en primer lugar, la propia imagen del Poder Judicial, que no puede permitirse menos que la ejemplaridad, en la medida que su actuación pretende proyectar a la sociedad los parámetros de conducta y de convivencia que son democráticamente aceptados como modelos de actuación. Los tribunales nos dicen cómo se debe actuar. Por otro lado, no se puede exigir respeto cuando no se trata con respeto a quienes ante los órganos comparecen, y el ejemplo expuesto es una clara muestra de exceso, unido a un profundo desprecio a todo lo que se encuentra ajeno al Tribunal.

La Justicia requiere de un respeto escrupuloso a las formas, porque preservar el fondo depende, precisamente, de plantear unas “reglas de juego” que permitan dar la importancia que merece al enjuiciamiento. Quizá es lo más “sagrado” que, profanamente, tiene una democracia, y, por tanto, convertir un juicio en un trasiego de personas esperando sin hora ni momento a entrar en sala, por una planificación deliberadamente irrespetuosa con las partes, con los profesionales y por un mero voluntarismo de la Sala, advierte pésimas cualidades humanas para afrontar la compleja tarea de juzgar. Si la humanidad y si el respeto hacia quienes comparecen ante el órgano no se identifica con los Tribunales, cada vez más estaremos ante una trivialización de la Justicia que demeritará su imagen y socavará más sus cimientos.

Los abogados que viven y trabajan en las ciudades, sobre todo en las más pequeñas, no protestan nunca para evitar quizá “represalias” más o menos encubiertas, y asumen resignadamente el halo de impunidad que existe en este tipo de comportamientos.

Por ello, convertir en tónica habitual citar a 20 personas a sabiendas de que no van a entrar, o que van a tener que aguardar horas en lugares de mero paso (cuando no, en la puñetera calle, como sucede en algunos Juzgados, especialmente tras la pandemia), es un acto de despotismo impropio del ejercicio democrático de un poder del Estado. Esperar, en ese ambiente, que impere la Justicia, es desear que sane una herida en mitad de un tejido infectado. Por ello, sirva esta reflexión como una llamada de alerta ante un síntoma más grave como es la pérdida del capital humano en la práctica judicial. Deshumanizar la justicia acerca la misma a un abismo existencial.