Opinión

Tiempo de símbolos

Vivimos subidos a la prisa. Como si viajáramos montados en ella. No es de extrañar que el paradigma del transporte moderno sea el de la alta velocidad. Hoy por hoy, lo rápido emerge para impregnarlo todo. Es como un signo de los tiempos imprescindible.

Vivimos subidos a la prisa. Como si viajáramos montados en ella. No es de extrañar que el paradigma del transporte moderno sea el de la alta velocidad. Hoy por hoy, lo rápido emerge para impregnarlo todo. Es como un signo de los tiempos imprescindible.

Desconozco la existencia de una sociología de la celeridad, pero tampoco me sorprendería. Desde luego, se trata de un concepto con mucho predicamento. Casi de culto, habría que decir. Pero moderno, eso sí.

En otros tiempos, sin embargo, primaban otros ritmos. Tal vez por ello exista también, aunque minoritaria, cierta corriente slow, que reivindica transitar más despacio. Incluso se habla de rutas de conducción en tal modo. En la provincia de Teruel contamos con una así. Para disfrutar más del paisaje, de la carretera…del tiempo, en definitiva. Y de la vida. Que se nos pasa demasiado rápida también.

Por eso se me ocurre esa alusión a lo simbólico, en clave de profundidad de lo real, para proyectar también otra mirada sobre la realidad que nos circunda. Que también se nos muestra, en el día a día, acelerada, y consiguientemente superficial. Me refiero a la mirada. Pasamos como de puntillas por las cosas, sin reparar en su través. Nos bastan las formas y sus apariencias.

Como para buscar los porqués estamos. Y así nos va. Nos pintan cada día los trazos de la existencia, nos señalan los límites de lo políticamente correcto y nos dibujan el horizonte necesario donde realizar nuestra existencia. Eso también, sin preguntarnos al respecto.

Y por eso vuelvo al símbolo, que forma parte de lo irreductible del ser humano. De lo incontaminable, de lo que no se puede manipular ni tan siquiera alterar. Aunque con los símbolos siempre hay quien pretende jugar en beneficio propio, lo cierto es que son invencibles. Y por eso, más que nunca, su referencia es necesaria. Porque los símbolos apuntan al sentido de las cosas y de la vida. Refieren el origen, proyectan la razón de ser y orientan la finalidad de lo existente.

Una sociedad sin símbolos es una sociedad decadente, adocenada. Que ha perdido su capacidad para ilusionar y contagiar esperanza. Un poco la fotografía social de esta tercera década del siglo que nos toca en suerte vivir. Y de ahí, vuelvo al principio, no es de extrañar estos afanes de celeridad. Podrían ser una manera de huir de lo real, de negar le necesidad del encuentro con uno mismo.

Hace ya unos años se habla del mindfulness, de la atención al momento presente, de la atención plena a lo real y personal. Muchos años antes, desde que los humanos nos tomamos en serio, ya existía la meditación, que viene a ser lo mismo que el mindfulness, pero con menor glamour terminológico. Y gracias a esa atención, a ese silencio meditativo, a esa forma de mirar la vida y la realidad, el ser humano ha podido conectar con ese mundo de lo simbólico y descubrir la hondura de ser a la que está llamado.

Quienes apuestan hoy, por transmitir a las nuevas generaciones este itinerario vital y de sentido, están sembrando esperanza para este mundo. Y serán capaces de generar una sociedad que respeta los tiempos. El de nacer, el de crecer, el de gozar, el de sufrir y también el de morir. Todo ello se encuentra transido de lo simbólico que nos envuelve, que nos da sentido y que nos hace vivir. Sólo hace falta volver ahí nuestra mirada. Sin prisas.