Opinión

El Vino de las piedras, el perro Paco y yo

Ya hace algún tiempo que empezó a anunciarse, con mucha pompa, fanfarria y no menos dispendio, el que llaman "Vino de las piedras".
Javier Barreiro, escritor.
photo_camera Javier Barreiro, escritor.

Ya hace algún tiempo que empezó a anunciarse, con mucha pompa, fanfarria y no menos dispendio, el que llaman "Vino de las piedras". Tardé en enterarme a qué se refería y resultó ser el viejo Cariñena, cuyo Consejo Regulador de la Denominación de Origen había recurrido a este apelativo, quizá pensando que, pese a la excelencia del producto, algunos ignorantes asociaban Cariñena al vinazo de batalla de toda la vida. Lo cierto es que en el pasado, cuando se nombraban los vinos de Cariñena, el Priorato, Jumilla, Jerez o Valdepeñas, se hablaba de buenos caldos cultivados en tierras que eran las mejores del país para producirlos, Pero he aquí que, de pronto, el esnobismo apareció y señores químicos de mucha prosopopeya ayudaron a los nuevos ricos, en general, cantantes, futbolistas, actores y gentes a quienes les iba bien en sus negocios, a obtener vino tinto de alguna cualidad en lugares como Andorra La Vieja, a 2.000 metros de altura, Asturias, Segovia y otros desbarres por el estilo.

Daba igual que la relación calidad-precio fuera un desmán en relación a la de los vinos tradicionales. Quienes querían estar “a la page” se gastaban lo que fuera por beber el vino de Serrat o el de Iniesta o por invitar a sus amigos a ese vino casi acariciado por las olas del Cantábrico o las nieves perpetuas. Los enólogos, bien dirigidos económicamente por el marketing bodeguero, recomendaban esos experimentos, como la caterva de doctores en perrología te aconseja como “mascota” un aborto de la genética perruna que no puede ni moverse, en vez de un pastor alemán, un perdiguero de Burgos o un chucho callejero de Valladolid, que de allí procedían los célebres Cipión y Berganza del cervantino Coloquio de los Perros, cuya lectura debería recomendarse a quienes hoy compran o adoptan un cánido.

Por cierto, ningún amante de los lobos y sus descendientes debía dejar de visitar en su visita a la capital la deliciosa estatua erigida por el Ayuntamiento de Madrid en memoria del perro Paco en la esquina de la calle Huertas que confluye con la de Jesús y a pocos metros del Paseo del Prado. La iniciativa se debe a Manolo González, presidente de la Asociación de Comerciantes de El Rastro y al empresario y promotor artístico Manolo Marqués y, ¿por qué ocultarlo? al firmante, que escribió una relación sobre la historia de este perro tan querido por los habitantes del Madrid de mediados de los ochenta del pasado siglo.  Estar con el perro Paco es estar en la vanguardia, pero no en la de los lechuzos, sino en la de verdad, en la de Rimbaud y los fumistas.

Los queridos compañeros perrunos hacen que nos olvidemos del Cariñena, que, junto a otras, es la más antigua de las Denominaciones de Origen desde 1932. Se han encontrado vasijas que lo contenían del siglo III antes de la era cristiana y un monarca tan serio y respetable como Felipe II fue recibido en 1585 con sendas fuentes dispensando vino tinto y blanco. Lo mismo me sucedió a mí cuatro siglos después en las fiestas patronales. Ya no quedaba manando más que la de vino tinto, a la que me amorré con entusiasmo juvenil que disipó un tierno infante proyectando un balonazo al líquido que colmaba la pileta y me puso perdido, lo que llenó de alegría al nene y castigó mi afección al vicio.

Si no sabía usted que el Conde de Aranda obsequió a Voltaire con vinos de la comarca, se lo recordarán los sabios del Consejo Regulador que nos cuentan que el genial enciclopedista comentó: “Si este vino es de vuestra propiedad (...) la tierra prometida está cerca”.

Lo dijo François-Marie. No hay más que hablar: punto redondo.